Córcega: no se lo digas a nadie.

Sen­ta­da frente a un mar lleno de vetas turque­sa. Aquí estoy, en una playa pre­ciosa: la Cala Rossa en Córce­ga. Algo así como el Bora Bora europeo. No se lo digas a nadie, por favor. La isla france­sa me ha sor­pren­di­do des­de el prin­ci­pio por su cal­ma y ampli­tud. Espa­cios llenos de oxígeno que se vuel­ven espa­cio men­tal. Sep­tiem­bre es un buen mes para vis­i­tar Córce­ga. Hay tur­is­mo como en casi todos los lugares del plan­e­ta pero no hemos vis­to un español des­de que bajamos del avión y esta­mos tran­qui­los y cómo­d­os en las ter­razas y restaurantes.

Córcega

Córce­ga. El con­traste del verde con el azul del Mar Mediterráneo

 

La patria de Napoleón tiene de todo: playas par­adis­ía­cas, senderos verdes, mon­tañas escarpadas, pueb­los de col­or carame­lo y bue­na gas­tronomía. La vida aquí no es bara­ta pero tam­poco pro­hibiti­va. Es inter­me­dia. Como el carác­ter de los cor­sos: ama­bil­i­dad ser­e­na entre la for­mal­i­dad france­sa y la algar­abía italiana.

Puerto de Bastia

Puer­to de Bastia

 

De las ciu­dades que visi­ta­mos en nue­stro perip­lo cor­so: Bas­tia, Ajac­cio, Calvi, Por­to- Vec­chio y Boni­fa­cio, me que­do con sus cas­cos históri­cos y sus entra­ma­dos de calle­jue­las pla­gadas de ter­rac­i­tas mul­ti­col­ores. Tam­bién con sus puer­tos antigu­os y res­guarda­dos y sus fan­tás­ti­cas murallas.

Porto-Vecchio

Por­to-Vec­chio

 

Los pueb­los del inte­ri­or a los que se accede a través de laberín­ti­cas car­reteras son una mez­cla pecu­liar, a cabal­lo entre la Toscana y la campiña france­sa. Salpic­a­dos por dece­nas de bode­gas, muchas de ellas ecológ­i­cas, se con­vierten en lugares deli­ciosos para perder­se y res­pi­rar pro­fun­do. Hay nueve denom­i­na­ciones de ori­gen y una gas­tronomía rica en la que desta­can sus mar­avil­losos que­sos y sus tradi­cionales embutidos.

La playa de Porto luce la bandera azul

La playa de Por­to luce la ban­dera azul

 

Si bien las playas de la cos­ta oeste no son tan famosas como las de la este, sor­pren­den por su belleza apaci­ble y limpia. Calas por doquier donde quedarse a vivir para siem­pre, al menos en los sueños más viajeros.

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Playa de Cala Rossa

 

Después de una sem­ana recor­rien­do Córce­ga, la cuar­ta isla más grande del Mediter­rá­neo, me mar­cho con el propósi­to firme de volver algún día no muy lejano. El corazón pal­pi­ta melancóli­co como cor­re­sponde a una bue­na “isla­dic­ta” pero la mochi­la del alma pesa más. Aho­ra está llena de viven­cias y recuer­dos luminosos:

  1. El primer baño en la Isla: una cala de piedrecitas blan­cas a la entra­da de Saint Florent.
  2. El Prin­cip­i­to en lengua cor­sa que com­pré en Ajac­cio. Esta isla fue el últi­mo lugar donde se vio con vida a Antoine de Saint-Exupéry. Del aerop­uer­to de Bas­tia par­tió el avi­ador el 31 de julio de 1944 para nun­ca regresar. 
  3. Un extra­or­di­nario guiso de jabalí, la carne típi­ca de la Isla, en A Piazze­ta, una ani­ma­da ter­raza de Calvi. 
  4. Nadar en la playa con ban­dera azul de Por­to y almorzar tor­tilla cor­sa con men­ta en Calan­ques de Piana: un lugar fan­tás­ti­co en las montañas. 
  5. Un baño y un almuer­zo en la fron­dosa cala de San­ta Guiu­lia. Por cier­to, los per­ros son bien­venidos en las playas corsas. 
  6. Una bol­sa de nec­tari­nas jugosas recién recogi­das que com­pré en un puesto de carretera. 
  7. Un día sin móvil en la Cala Rossa. Almuer­zo jun­to al mar en Le Ranch´ y mi libro “Mind­ful­ness: aten­ción plena”. 
  8. Las cenas con vino cor­so en Le Figu­ier, en Cala Rossa.

© 2019 Noe­mi Mar­tin. All rights reserved

Toscana Blues

-Estoy estu­pen­da­mente. Te lo prome­to. ¿Cómo no voy a estar bien en la mar­avil­losa Toscana? Ya no soy la mujer-dra­ma que cono­ciste, broth­er. Relax. Om.

Cuel­go el telé­fono. Me ase­guro de que mi her­mano ya no está al otro lado. Toco tres veces la tecla roja y lloro has­ta que el móvil se empa­pa de arri­ba a aba­jo. Y luego limpio las lágri­mas de la pan­talla con el rever­so de la camise­ta de Ale­jan­dro Sanz que me pon­go para dormir.

Lle­vo cua­tro días entre viñe­dos y tor­res medievales y me sien­to en el infier­no, quemán­dome cual piz­za mar­gari­ta. Otro desen­gaño pueril. Y enci­ma me duele la tri­pa de hin­charme a pecori­no y nue­ces. Creo que he subido como cin­co kilos des­de que llegué a Cortona.

Hace un par de sem­anas reservé una habitación “deluxe” en un vil­la pre­ciosa y alquilé un “Bee­tle cabrio” en el aerop­uer­to de Pisa dis­pues­ta a com­erme el mun­do y al gas­trochef ital­iano con el que llev­a­ba “insta­grame­an­do” des­de hace seis meses. Sor­pre­sa, con­mo­ción: Piero Del­la Francesca, el chico con nom­bre de pin­tor que sólo sube impre­sio­n­antes imá­genes de vinos caros, platos divi­nos y rutas en bici­cle­ta, tiene mujer y unos fenom­e­nales tril­li­zos de siete años. Pequeños detalles que no vale la pena men­cionar y mucho menos fotografiar.

-Vente a la Toscana, te lle­varé a los mejores restau­rantes y beberás  vinos increíbles, “bel­lisi­ma mia”. Que ganas de cono­certe, Martita.

Y claro. Aho­ra o nun­ca. Soy una mujer auto­su­fi­ciente, soltera y en la flor de la vida. Y cuan­do proyec­to una idea, la hago real­i­dad. Tal cual. El prob­le­ma vino después de tomar mi azarosa decisión: cuan­do cuel­go la foto de mis bil­letes de avión hace dos días en plan cam­pana­da, mi queridísi­mo chef me blo­quea en todas las redes sociales posi­bles, además del whatsapp.

-¿Ha pasa­do algo, Pier­i­to? ¿Estás bien, cielo? Lan­zo mi tur­ba­do mail y espero respues­ta mien­tras sobre­salta­da me arran­co las cejas una a una.

-Sí, sí queri­da,  “tut­to bene. Pero es que jus­to me voy con mi mujer y los tril­li­zos a pasar una sem­ana a Suiza y nece­si­to desconec­tar del mun­do. Dis­fru­ta de mis paisajes. Una pena no poder acom­pañarte en tu escapa­da italiana”

Pues nada. Con los ojos como un pulpo y la male­ta llena de camisones sexys, vesti­dos ajus­ta­dos y cul­lotes de lo más fash­ion para recor­rer en bici las praderas ital­ianas, me subo en el avión sin deshac­er­la. No ten­go fuerzas después de tan­to “tran­quiman­iz” con té verde. Mi psicól­o­go me ha recomen­da­do que vaya de via­je y coja aire. Que no me quede con el ansia de hac­er las cosas. Pero… si es que no ten­go puñeteras ganas. Aún así hago aco­pio de energía y par­to en vue­lo direc­to hacia la ciu­dad de la torre incli­na­da. Sí, tor­ci­da: más o menos como yo y mi cabeza de chorlito.

En el Aerop­uer­to Galileo Galilei (nom­bre ide­al para recibir a una lunáti­ca estrel­la­da) me espera mi dis­cre­to “escaraba­jo” rojo y unos cuan­tos kilómet­ros has­ta lle­gar al román­ti­co puebli­to donde se rodó “Bajo el sol de la Toscana”: lugar donde me encuen­tro des­de hace cua­tro días en modo “com­er-dormir-llo­rar”. Y todavía me quedan tres más has­ta tomar mi “ryanair” de vuelta a la vida.

Aunque son las seis de la tarde, me voy quedan­do traspues­ta con el móvil en la mano cuan­do sue­na un avi­so de insta­gram. Un “me gus­ta” en la foto de mi bil­lete a Pisa y un comen­tario de…”Camarón92”:

-Ando abur­ri­do por estos valles toscanos. Mi novia me dejó antes de venir. ¿Cómo va tu via­je? Abro los ojos de golpe. ¿Quién es este ser espon­tá­neo que aca­ba de entrar en esce­na? Acto segui­do cotilleo su colec­ción de fotos. El tal Camarón ‑que es de Conil de la Fron­tera– debe ten­er unos quince años menos que yo y es un surfero con un cuer­po de escán­da­lo. Y enci­ma está quedán­dose en el pueblo de al lado, a cin­co min­u­tos en coche.

-Pues, Camarón92, mi via­je va de lujo… Si quieres quedamos aho­ra mis­mo y nos echamos una copa de Chi­anti en la Plaza del cen­tro de Cor­tona,  antes de que el sol de la Toscana nos abandone.

Respon­do atre­v­i­da sin pen­sar­lo demasi­a­do, eso sí, en abier­to no vaya a ser que el surfero aban­don­a­do sea un psicó­pa­ta. Que nun­ca se sabe. Y de paso para que lo vea Piero Del­la Francesca,  si es que algún día vuelve a seguirme en el instagram.

Trein­ta segun­dos de inqui­etud y Camarón92 me con­tes­ta: ‑estoy ahí en media hora, encanto.

En menos que can­ta un gal­lo me quito la camise­ta de Ale­jan­dro Sanz y me cal­zo mis tacones y un vesti­da­zo rosa chi­cle bien ajus­ta­do. No sé si es un poco exager­a­do para la ocasión pero es que en mi male­ta ital­iana sólo he meti­do piezas extremas. Como yo. De repente me imag­i­no feliz bebi­en­do cerveza fresqui­ta y comien­do tor­tilli­tas de camarones en un kiosko playero de Tar­i­fa. En la var­iedad está el gus­to pien­so mien­tras sil­bo “Quién me va a curar el corazón partío” y empiezo a olvi­dar al gas­trochef toscano.

BSO Corazón partío de Ale­jan­dro Sanz.

© 2016 Noe­mi Mar­tin. All rights reserved.

 

Llorando por esos mundos

Soy llorona. Lo con­fieso sin pudor. Me con­mueve has­ta una hormi­ga coja. Cosas de la vida. Supon­go que por eso he der­ra­ma­do muchas lágri­mas por esos mun­dos de dios. A veces me han emo­ciona­do paisajes mem­o­rables,  de esos que cor­tan la res­piración y te hacen pen­sar que aún estás en la cama. En otras oca­siones, las per­sonas  que hab­it­a­ban esos lugares han sido la inspiración  de esos “hips, hips” épi­cos. Como quiera que sea, ahí van algu­nas de mis llan­ti­nas geográ­fi­cas más impo­nentes. Que con­ste que hay unas cuan­tas más pero no quiero abur­rir­les demasi­a­do con mis sol­lo­zos viajeros.

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San­ta María Novel­la (Flo­ren­cia) Fotografía de Noe­mi Martin

  1. Flo­ren­cia: des­cubrí el famoso “sín­drome de Stend­hal” en el via­je del Insti­tu­to. Iba pase­an­do alboro­ta­da por las calles de la ciu­dad toscana ‑cir­cun­stan­cia nor­mal cuan­do tienes  diecisi­ete años y estás con tus ami­gos–  cuan­do me tropecé con la Igle­sia de San­ta María Novel­la en una esquina.  No pude evi­tar­lo y me entró un telele de los grandes. El corazón a mil y alu­ci­nan­do con tan­ta belleza. Lag­ri­mones por doquier y la cara de póquer de  mis com­pañeros. He repeti­do la visi­ta a Flo­ren­cia en dos oca­siones más y en las dos, el mis­mo “par­raque”. Quién sabe si en otra vida me hinché a pas­ta y pizza.
  1. San Gimignano: seguimos en Italia. Fue en algu­na revista de via­jes que des­cubrí este pueblecito medieval rodea­do de mural­las y viñe­dos. Esta­ba entre mis vis­i­tas pen­di­entes des­de hacía mucho tiem­po. Hace unos meses pude cono­cer­lo y no me decep­cionó en abso­lu­to. No sé si fue el vino que me había toma­do momen­tos antes o la emo­ción atra­pa­da en la gar­gan­ta. Lo cier­to es que al cruzar la  Puer­ta de San Gio­van­ni con la male­ta en la mano, llovía a mares entre mis pestañas.
  1. Puente de Brook­lyn: atrav­es­ar el puente que une Nue­va York con Brook­lyn al anochecer es una expe­ri­en­cia mem­o­rable. Si lo haces un once de sep­tiem­bre después de vis­i­tar la” Zona Cero”, tu cora­zonci­to seguro que toca en la puerta.
  1. Auschwitz: Sobran las pal­abras. Recor­rer el may­or cam­po de exter­minio nazi de la his­to­ria, deja sin alien­to has­ta al alma más áspera. Bel­lo y terrible.
  1. San­ti­a­go de Chile: en esta ocasión las lágri­mas fueron de ale­gría. Y de la bue­na. Cono­cer a mi ami­ga Paula tras más de una déca­da de amis­tad cibernéti­ca hizo que me enam­orara de esta ciu­dad encan­ta­do­ra y  de sus mar­avil­losos habitantes.
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Per­i­to Moreno. Fotografía de Noe­mi Martin

  1. Per­i­to Moreno: en ple­na Patag­o­nia, una masa de hielo blan­ca y bril­lante se cuela en tus neu­ronas. El guía había avisa­do: esta es la “cur­va de los sus­piros”. Al doblar­la y des­cubrir uno de los glacia­res más her­moso del plan­e­ta, es inevitable pon­erse las gafas de sol y romper a llo­rar en silencio.
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El Faro del Fin del Mun­do. Fotografía de Noe­mi Martin

  1. El Faro del Fin del Mun­do: tam­bién en Argenti­na, per­di­do en un islote frente a las costas de Ushua­ia, este pequeño y tími­do faro deslum­bra por su sen­cillez rotun­da. Rodea­do de focas y aves emerge del mar y hace tem­blar tus cimientos.
  1. Tokio: en la cap­i­tal nipona lloré de can­san­cio después de veinte jor­nadas mara­to­ni­anas sin ape­nas poder dormir. Pero sobre todo lloré con dis­cre­ción el últi­mo día cuan­do nos des­ped­i­mos de Ikuko Yamasa­ki. Mi pri­mo y yo hici­mos “couch­surf­ing” en su casa (en tér­mi­nos colo­quiales quedarse de gor­ra donde te dejen) y cuan­do nos acom­pañó al metro rum­bo al aerop­uer­to nos dijo adiós con un abra­zo muy fuerte: una acción ines­per­a­da para el carác­ter japonés, poco dis­puesto a mostrar afec­tos de man­era tan evidente.
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Prisión de Alca­traz. San Fran­cis­co. Fotografía de Noe­mi Martin

  1. San Fran­cis­co: Sales cansadísi­ma del avión y unos policías con cara de “pit bull” te retienen durante más de dos horas sin dar expli­ca­ciones. Al final te dejan ir con la cabeza gacha y después un agente his­pano te cuen­ta que hay una fugi­ti­va con tu nom­bre. Sí, tam­bién se llo­ra un poquito de nervios y aliv­io cuan­do lle­gas sana y sal­va al hotel.
  1. Hol­ly­wood: Paseo de la fama. Entre las dos mil estrel­las que lo pueblan, encuen­tro la de Michael Jack­son. Me paro en seco, hago el “moon­walk”, can­to “Thriller” y, por supuesto, me emo­ciono has­ta las trancas.
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Gran Bar­rera de Coral (Aus­tralia) Fotografía de Noe­mi Martin

  1. Gran Bar­rera de Coral (Aus­tralia): sobrevolar en avione­ta el may­or arrecife turque­sa del plan­e­ta tiene miga. Sin gluten, por favor.  La mez­cla de col­ores nubla los sen­ti­dos. Una expe­ri­en­cia deslum­brado­ra que hay que ten­er antes de que el calen­tamien­to glob­al la haga imposible.
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Desayuno con vis­tas impagables en Cien­fue­gos (Cuba) Fotografía de Noe­mi Martin

  1. Cien­fue­gos (Cuba): Una ciu­dad pre­ciosa y una habitación en una casita famil­iar jun­to al Caribe autén­ti­co por trein­ta euros el día. Doña Dora, una cubana con muchos años que con­ta­ba his­to­rias reales mien­tras dis­frutabas de los mejores desayunos del mun­do en el embar­cadero.  ¿Cómo no des­pedirse de ella y de su hog­ar con un abra­zo cáli­do y lagrim­i­tas en los ojos?
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Fes­ti­val de Euro­visión 2016 en Esto­col­mo. Fotografía de la euro­fan Noe­mi Martin

  1. Esto­col­mo: En esta ciu­dad he llo­rado dos veces. La primera de frío. Ocho gra­dos bajo cero no se lle­van demasi­a­do bien,  más cuan­do vienes de Canarias y se te ha ocur­ri­do pasar la mañana en Skansen, un museo con ani­males al aire libre. Menos mal que el vino caliente espe­ci­a­do tiene efec­tos inmedi­atos cuan­do se toman un par de vasos segui­dos. La segun­da, en el  fes­ti­val de Euro­visión hace unos meses. Ese him­no tele­vi­si­vo de todos cono­ci­do, esas ban­deras alboro­tadas y esa “euro­fan” dan­do rien­da suelta a sus emo­ciones sin cor­tarse un pelo. El resul­ta­do: rímel embor­rona­do y unos cuan­tos kleenex  arru­ga­dos  en el bolsillo.

Has­ta aquí un resumen de mis llan­tos más son­ados. Mien­tras ideo una segun­da entre­ga, te reto a que, como yo,  hagas memo­ria via­jera. Seguro que tú tam­bién has llo­rado algu­na vez por esos mun­dos. ¿Lo recuerdas?

BSO Llo­rar y llo­rar de Vicente Fernández

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados.

 

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