Un mordisco (sin gluten) a Canadá

Cana­dá es espa­cio­sa y ver­de como un cam­po de fút­bol gigan­te o de lacros­se, el jue­go nacio­nal jun­to con el hoc­key sobre hie­lo. Una cifra de sólo trein­ta y seis millo­nes de habi­tan­tes en el segun­do país más gran­de del mun­do per­mi­te que aquí se pue­da vivir hol­ga­da­men­te. Bas­ta con ver los jar­di­nes de las casas con sus mesi­tas y mece­do­ras. Hay cés­ped por todos los lados, has­ta en medio de los carri­les de las auto­pis­tas. Y hay lagos gigan­tes y gla­cia­res, balle­nas, islas, cam­pos de golf por doquier, bode­gas y ciu­da­des afa­bles como el carác­ter de los cana­dien­ses. Al menos en el mor­dis­co dul­ce y sin glu­ten que sabo­reé. Por­que este es un país tan inmen­so que no creo ni que su sobe­ra­na, la Rei­na Isa­bel II, lo haya reco­rri­do de nor­te a sur. Nece­si­ta­ría mucho tiem­po. Cuan­do deci­des ir a Cana­dá a menos de que dis­pon­gas de un par de meses, como míni­mo, debes ele­gir. Mi opción, como pri­mer acer­ca­mien­to a este enor­me país es la cos­ta este. Un coche en el aero­puer­to de Toron­to y todo a babor entre camio­nes gigan­tes­cos, algu­nos de pelí­cu­la, y cara­va­nas de todo tipo. Aquí casi todo el mun­do tie­ne una en el patio de su casa.  

Típicas casas canadienses en una calle de Gananoche

Sto­ne­wa­ter Bed and Break­fast en Gana­no­que

 

El pri­mer pun­to impor­tan­te del reco­rri­do des­pués de hacer noche en Osha­wa, es Kings­ton. En esta peque­ña ciu­dad, la más anti­gua de Cana­dá se res­pi­ra un ambien­te entre clá­si­co y moderno ade­re­za­do con mucho jazz en vivo. Hay tien­de­ci­llas y bares para ele­gir. Como a gus­tos eco no hay quien me gane, me que­do con un vis­to­so super­mer­ca­do de pro­duc­tos natu­ra­les, muchos a gra­nel: el Tara Natu­ral Foods, don­de com­pra­mos una miel deli­cio­sa, y Le Chien Noir, un bis­tro fran­cés con vinos de un mon­tón de sitios, has­ta alba­ri­ños había, y unas ensa­la­das espec­ta­cu­la­res.

Kingston

Kings­ton

 

A unos 30 kiló­me­tros de Kings­ton, la cita abso­lu­ta­men­te inelu­di­ble es en Gana­no­que. Este curio­so pue­ble­ci­to rezu­ma tran­qui­li­dad en sus calles pla­ga­das de las típi­cas casas bajas cana­dien­ses con sus ban­de­ras ondean­tes. Dan ganas de poner­se unas mallas y unas zapa­ti­llas de depor­te y lan­zar­se a correr por sus par­ques, don­de por cier­to, vi plan­ta­das coli­flo­res. Su pun­to fuer­te, ade­más de su cal­ma inque­bran­ta­ble, es ser mue­lle de par­ti­da hacia las famo­sas Mil Islas, un fan­tás­ti­co must cuan­do via­jas a la zona. Un lugar ideal para dor­mir jun­to al puer­to es el Sto­ne­wa­ter Manor B&B. Las habi­ta­cio­nes son pre­cio­sas y sus due­ños que tam­bién regen­tan un fabu­lo­so pub irlan­dés ane­xo (con bur­gers glu­ten free, algu­nas vega­nas) son encan­ta­do­res. Ade­más, sir­ven unos desa­yu­nos esplén­di­dos que inclu­yen unas tos­ta­das sin glu­ten con man­te­qui­lla y una tor­ti­lla de cham­pi­ño­nes para llo­rar de ale­gría.

Casa en las Mil Islas

Casa en las Mil Islas

 

Otta­wa, capi­tal can­dien­ses y siguien­te para­da, se mere­ce medio día de via­je y una noche en el Blue Cac­tus para beber una copa de vino del Niá­ga­ra con una ban­de­ja gigan­te de bonia­to fri­to. Antes, visi­ta los pues­tos y cafés del ani­ma­do mer­ca­do Byward, las exclu­sas del Canal Rideau, los edi­fi­cios del Par­la­men­to que recuer­dan al West­mins­ter de Lon­dres y, si tie­nes tiem­po, la Natio­nal Gallery. Lue­go sigue tu rum­bo sin mirar atrás.

Ottawa

Un rin­cón para wine­lo­vers en Otta­wa

 

Des­pués de Otta­wa nos diri­gi­mos hacia el Par­que Nacio­nal de la Mau­ri­cie y hace­mos para­da para dor­mir y cenar en Sha­wi­ni­gan a pocos kiló­me­tros del Par­que. Este refu­gio natu­ral don­de habi­tan osos negros, alces y cas­to­res, es una autén­ti­ca mara­vi­lla, sobre todo cuan­do des­cu­bri­mos una pla­ya desier­ta en uno de los lagos que la inun­dan. Qué bien sabe un baño en aguas cris­ta­li­nas. Un pic­nic con pro­duc­tos de la zona y a soñar. Rum­bo al nor­te, tras aban­do­nar el Par­que, reco­rre­mos un para­je pla­ga­do de lagos para dor­mir en La Tuque, una loca­li­dad con su pro­pia esta­ción de esquí alpino, don­de reco­mien­do el BB La gui­te du parc. Si eres glu­ten free, éste es tu lugar por­que su due­ña es celía­ca. Como una de las carac­te­rís­ti­cas de la con­di­ción cana­dien­se jun­to con la ama­bi­li­dad es la hones­ti­dad, hacien­do caso a nues­tra anfi­trio­na, cena­mos en Le Boke: bue­nos vinos y un con­fit de pato con risot­to de setas y ver­du­ri­tas para recor­dar todo el via­je.

Parque Nacional de La Maurice

Par­que Nacio­nal de La Mau­ri­ce

 

Des­de La Tuque avan­za­mos hacia el Lago St. Jean duran­te desér­ti­cos kiló­me­tros para dar­nos un bañi­to hela­do en la villa de Rover­bal y aca­bar en la ciu­dad de Alma, con­cre­ta­men­te en La Mai­son de Mate­lot, un sen­ci­llo hote­li­to de 5 habi­ta­cio­nes, una terra­za con vis­tas de agua dul­ce y deli­cio­sos desa­yu­nos glu­ten free. La vida es her­mo­sa. A ori­llas del lago, pre­cio­sas casi­tas se suce­den. Es el lujo cana­dien­se que con­sis­te en tener a tu dis­po­si­ción un tro­ci­to de lago con un embar­ca­de­ro o unas tum­bo­nas. Así que sal­vo en las pla­yas auto­ri­za­das, los acce­sos a St. Jean son pri­va­dos. Un lugar ideal en el Lago para coger una bici y pasar el día con un buen pic­nic es el Par­que Nacio­nal de la Poin­te-Tai­llon, un refu­gio de cas­to­res y pre­cio­sos sen­de­ros acom­pa­ña­do de kiló­me­tros de pla­yas sose­ga­das. Al nor­te del lago Saint Jean, visi­ta el peque­ño pue­blo de Perin­bo­ka. Pedi­rás a tu dios o a la lote­ría nacio­nal asi­lo en uno de esos rin­co­nes.

Maison de Matelot

Mai­son de Mate­lot

 

Des­pués de aban­do­nar Alma y haber cena­do en Mario Trem­blay o en el Café du Clo­cher, en ambos sir­ven un jugo­so sal­món, dirí­ge­te a Tados­sac pasan­do por el fan­tás­ti­co Par­que Nacio­nal des Monts Valin. Los lagos siguen sien­do los mejo­res com­pa­ñe­ros pero su pla­ci­dez y sus fan­tás­ti­cas casas no dejan de asom­brar al visi­tan­te. Tados­sac es uno de los luga­res del mun­do más impor­tan­tes para avis­tar balle­nas, ade­más de situar­se jun­to a un her­mo­so fior­do. Los cetá­ceos se pue­den divi­sar des­de un bar­co o zodiac pero tam­bién a sim­ple vis­ta des­de la cos­ta. Reco­rre el paseo que par­te del puer­to y si vas entre junio y noviem­bre las verás jugue­tean­do entre las olas. El pue­blo es un encla­ve agra­da­ble y ani­ma­do en medio de la tran­qui­la Cana­dá. Ade­más, alber­ga una pre­cio­sa capi­lla que es la igle­sia de made­ra más anti­gua del país. Para tomar una ensa­la­da de pato o una bur­ger de sal­món (opción glu­ten free) pasa por el Pick Up Gri­llé. Para el mejor café (bio) de la zona, acér­ca­te al vecino pue­blo de L’An­se de Roche. En el úni­co que hay, el Cas­ta Fjord, su estram­bó­ti­ca encar­ga­da hará que el paseo merez­ca aún más la pena. Para una cena deli­cio­sa dirí­ge­te al Café Bohè­me. Un con­se­jo, como no admi­ten reser­vas, vete como a eso de las 8:30h (cie­rran a las 10h) cuan­do los “no espa­ño­les” están ter­mi­nan­do.

Tadossac

Café Bohè­me en Tados­sac

 

En Que­bec, la úni­ca ciu­dad amu­ra­lla­da del Nor­te de Amé­ri­ca, hue­le a Paris y a las palo­mi­tas con man­te­qui­lla y cara­me­lo de Marys. Me enten­de­rás cuan­do la visi­tes. Pasea por sus calles, entra en sus gale­rías de arte y sus tien­das de anti­güe­da­des. Date un paseo por el mer­ca­do, com­pra las man­za­nas y fre­sas más vivas que he vis­to y si nece­si­tas algo más dul­ce prue­ba el siro­pe de Maple. No te olvi­des de dis­fru­tar de un almuer­zo eco­ló­gi­co en el bis­tro orga­nic L’ory­gin (tie­nen una car­ta de vinos inmen­sa) y para cenar y arrui­nar la die­ta del medio día, toma una fan­tás­ti­ca piz­za de que­so de cabra sin glu­ten en La Piaz­zet­ta. Y ya que esta­mos de que­sos, encuen­tra los mejo­res, inclui­dos algu­nos de Fuer­te­ven­tu­ra, en la calle Saint Jean (Épi­ce­rie Euro­péen­ne), don­de podrás escu­char músi­ca en vivo en algu­nos de sus loca­les. Recuer­da visi­tar el barrio de Saint Roth para cono­cer la par­te más alter­na­ti­va de la city y sus múl­ti­ples cafe­te­rías. Por cier­to, en esta ciu­dad se habla espa­ñol. En cin­co esta­ble­ci­mien­tos encon­tra­mos encan­tan­do­res cana­dien­ses que lo domi­na­ban a la per­fec­ción. Nues­tra elec­ción para dor­mir fue una habi­ta­ción abuhar­di­lla­da en el sen­ci­llo y pin­to­res­co hote­li­to Mai­son Ste-Ursu­le, den­tro del colo­ri­do y musi­cal cas­co his­tó­ri­co.

Quebec. La Perle

Que­bec. La Per­le

 

La últi­ma para­da de nues­tro via­je es la ciu­dad de Toron­to, una gran urbe de más de seis millo­nes de per­so­nas pro­ve­nien­tes de todos los rin­co­nes del pla­ne­ta. Qui­zás Toron­to no tie­ne el saber estar ni la ele­gan­cia pari­si­na de Que­bec pero tie­ne chis­pa. Y de la bue­na. Bas­ta con cami­nar sus calles y acer­car­se al barrio bohe­mio de Ken­sing­ton para com­pro­bar­lo. Ropa de segun­da mano, tien­das bio y un mon­tón de gari­tos don­de tomar comi­das del mun­do ¿qué tal unos tacos y un mar­ga­ri­ta en el meji­cano Pan­cho y Emi­liano? Otro lugar imper­di­ble de la ciu­dad para los glu­ten free y tam­bién para los aman­tes de la comi­da vene­zo­la­na es el Are­pa Café, con pla­tos deli­cio­sos y con­tun­den­tes que sir­ven como cate­ring al equi­po local de béis­bol, el que­ri­do Blue Jays. En Toron­to, ade­más de pro­bar una deli­cio­sas pako­ras en Little India, visi­ta la famo­sa torre CN que lide­ra la ciu­dad des­de lo alto si no temes a las colas. Tam­bién, acér­ca­te a sus museos, al puer­to o a la cono­ci­da Casa Loma. Por últi­mo, no te olvi­des de tomar algo en el mer­ca­do de St. Law­ren­ce, el mejor del mun­do según Natio­nal Geo­graphic.

Centro de Toronto

Cen­tro de Toron­to

 

Para ter­mi­nar el mor­dis­co cana­dien­se, nos acer­ca­mos una jor­na­da a las famo­sas Cata­ra­tas del Niá­ga­ra. Por cier­to, cóm­pra­te un chu­bas­que­ro si no quie­res ter­mi­nar empa­pa­do. Lue­go, dis­fru­ta del día como quie­ras, tie­nes todo tipo de acti­vi­da­des para rea­li­zar pero no te que­des sin delei­tar­te con una copa de vino autóc­tono con vis­tas al estra­tos­fé­ri­co cau­dal de agua.

Cataratas del Niágara

Cata­ra­tas del Niá­ga­ra

 

Ya en el aero­puer­to Pear­son de Toron­to, rum­bo a casa, el ansia via­je­ra no ha que­da­do sacia­da. O a lo mejor es gula. La sen­sa­ción es la de que­rer ver más y más ver­de. Y más azul. En la son­ri­sa lle­vo el impul­so qui­mé­ri­co de tomar un coche o un avión y diri­gir­nos hacia Van­cou­ver para seguir des­cu­brien­do pai­sa­jes fan­tás­ti­cos y ciu­da­des ami­ga­bles. En el espí­ri­tu, el anhe­lo nave­gan­te de con­ti­nuar sabo­rean­do esa fru­ta enor­me y jugo­sa que es Cana­dá.

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