Vino para dos. Capítulo 22

Jai me toma de la cin­tu­ra y me lle­va a la barra. Me doy cuen­ta de que hemos bai­la­do abra­za­dos, de que me ha aca­ri­cia­do el pelo y la cara pero aún no nos hemos besa­do. Es extra­ño des­pués de seis meses sin ver­nos, aun­que me gus­ta. Esta vez, si es que hay vez, iré des­pa­cio.

Reco­rre­mos el local pisan­do nubes –así me sien­to- y pasa­mos jun­to a Nora y Mar­cos que nos miran son­rien­tes sin mos­trar el menor ges­to de sor­pre­sa. ¿Es posi­ble que supie­ran algo de esto? Y yo que pen­sa­ba que había madu­ra­do. Sigo sien­do la Ana ino­cen­te de siem­pre dis­fra­za­da de chi­ca lis­ta. Aun­que esta noche no me impor­ta.

Mi ame­ri­cano favo­ri­to pide dos copas de mal­va­sía. Obser­vo sus manos al sacar la car­te­ra, sus bra­zos, su cami­sa blan­ca impe­ca­ble. Escu­cho el tono de su voz cuan­do da las gra­cias al cama­re­ro. Es increí­ble que esté aquí, que le pue­da tocar, que pue­da ver sus pupi­las bri­llan­tes. Es como si estu­vie­ra den­tro de una pelí­cu­la en blan­co y negro. Y ahí está él, mi pro­ta­go­nis­ta con aire de los años cin­cuen­ta, recor­dan­do que las his­to­rias más impro­ba­bles son las reales.

–Brin­da­ré con­ti­go, Jai, pero no sé si podré aca­bar la copa. Estoy en el aire.  Dema­sia­do vino y dema­sia­das emo­cio­nes en tan poco tiem­po. Ade­más, nece­si­to vivir todos los deta­lles de este momen­to.

-Cla­ro Ana, yo tam­bién he ima­gi­na­do este ins­tan­te con­ti­go. No sabes cuan­tas veces. Quie­ro expli­car­te y que ‑si pue­des- me per­do­nes por lo que te dije cuan­do te fuis­te. Quie­ro que sepas que has esta­do con­mi­go todos los días: en el café del Star­bucks, en el vino de Napa, en el agua de la ducha, en las esqui­nas de San Fran­cis­co, en las letras del periódico…en todo.

Des­pués de dis­cu­tir con­ti­go, cuan­do ya habías toma­do el avión de vuel­ta, reci­bí una lla­ma­da de Julia. Me dio su ver­sión del encuen­tro y enten­dí por qué te habías ido. Pen­sé en lla­mar­te y venir pero yo no esta­ba bien, Ana. Tenía que arre­glar­lo todo y arre­glar­me por den­tro. Este tiem­po con­mi­go era un ries­go inevi­ta­ble. Al día siguien­te de mi con­ver­sa­ción con Julia bus­qué un abo­ga­do y por fin empe­cé los trá­mi­tes del divor­cio. Lue­go ven­dí la casa  y alqui­lé un apar­ta­men­to peque­ño en Sau­sa­li­to, cer­ca del local de jazz al que fui­mos cuan­do estu­vis­te con­mi­go. Me hacía fal­ta algo nue­vo, algo lim­pio jun­to al recuer­do de aque­lla noche. Duran­te estos meses he inten­ta­do revi­sar mi vida, mis rela­cio­nes ante­rio­res, mis com­por­ta­mien­tos, mis com­ple­jos… Supon­go que  tie­ne que ver con la infan­cia, con mi madre y mi padras­tro. O sim­ple­men­te con mi for­ma de ser. Yo me creía un tipo duro, Ana, pero lo de Julia y mi her­ma­na me demos­tró que seguía sien­do un niño lleno de mie­dos. Y no supe ges­tio­nar mi vida. Sim­ple­men­te huí. Ten­go que cam­biar muchas cosas y lo estoy inten­ta­do, con ayu­da. Quie­ro ser más fuer­te, más con­fia­do, más yo. Quie­ro dejar de correr hacia nin­gún sitio. Nece­si­to un cable a tie­rra. Y… buf… eso es todo.

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Escu­cho a Jai y no sé muy bien que decir­le. Me sor­pren­de y me con­quis­ta con cada gota de sen­ci­llez. Mi cora­zón cons­ta­ta que sigue ena­mo­ra­do. Aún más. Creo que en el fon­do, sabía que vol­ve­ría a encon­trar­le aun­que no me ima­gi­na­ba que por muy mági­ca que fue­ra esta noche, ocu­rri­ría hoy.

-Me gus­ta oír­te, peque­ño Jai. Te pre­fie­ro así, más humano, más vul­ne­ra­ble. Ya estoy har­ta de super­hé­roes y valien­tes. Ade­más, con mi his­to­rial no soy la más indi­ca­da para pedir cor­du­ra.

Nos reí­mos, nos toca­mos, y vol­ve­mos a brin­dar:  –¡Por las inse­gu­ri­da­des y la fra­gi­li­dad, para que no nos visi­ten dema­sia­do a menu­do! Jun­ta­mos nues­tras copas y le doy un beso arre­ba­ta­do. Le muer­do los labios con ganas apla­za­das. Me da igual que nos miren. No me impor­ta haber pen­sa­do cin­co minu­tos antes que iba a ir des­pa­cio. Vivan las con­tra­dic­cio­nes. Mi Jai se mere­ce que pise el ace­le­ra­dor un momen­to. Y yo más.

-Una cosa. Cuén­ta­me cómo lle­gas­te aquí, jus­to esta noche.

-Pues…bueno, Ana. Es gra­cio­so. Yo pen­sa­ba vol­ver a comien­zo del verano pero ten­go que con­fe­sar que los deta­lles se lo debes a tu ami­go Mar­cos. Hace tres meses publi­qué el libro que esta­ba escri­bien­do en Tene­ri­fe cuan­do nos cono­ci­mos. ¿Recuer­das que era sobre los via­jes que hice duran­te los dos años siguien­tes a mi mar­cha de San Fran­cis­co? Lo titu­lé “Antes de Ana”. Pues bien, Mar­cos lo com­pró por Inter­net y me man­dó un mail a la direc­ción que venía en la con­tra­por­ta­da. Me dijo que cono­cía a la mara­vi­llo­sa Ana del títu­lo. Que era un tío afor­tu­na­do y que no fue­ra ton­to. Y bueno, así empe­zó nues­tro inter­cam­bio de correos has­ta esta noche.

-Oh, ese Mar­cos entro­me­ti­do. Bus­cán­do­te en las redes. Será celes­ti­na… Voy a aca­bar con él….a abra­zos.

Nos reí­mos de nue­vo. Miro hacia la mesa de Nora y veo que Mar­cos le aca­ba de espe­tar un besa­zo a mi ami­ga del alma. Pero bueno, ¿todo va a pasar en San Juan?

Vol­ve­mos a cen­trar­nos en noso­tros. Jai me revuel­ve el pelo y yo le aprie­to el hoyue­lo de la bar­bi­lla.  -¿Y aho­ra que hare­mos, que­ri­do? ¿O maña­na se rom­pe­rá el hechi­zo?

-Hare­mos lo que tú quie­ras Ana. Estoy en tus manos. No ten­go bille­te de vuel­ta y te pro­me­to que no voy a com­prar­lo a escon­di­das esta noche. Ade­más, Tene­ri­fe es el mejor lugar del mun­do para escri­bir.

-Eso no lo dudo, Jai. Nece­si­tas que­dar­te un tiem­po en mi Isla. Creo que te hace fal­ta un poco de sol y de buen vino.

-Estoy segu­ro, Ana. El invierno y la pri­ma­ve­ra en San Fran­cis­co han sido muy duros.

-En cuan­to a noso­tros y si ‑como buen caba­lle­ro que eres- me dejas deci­dir, con­fie­so que lo que yo quie­ro aho­ra es que nos conoz­ca­mos con cal­ma. No me hace fal­ta más sus­pen­se, ni más vér­ti­go. No quie­ro pelí­cu­las de Hitch­cok ni actua­cio­nes este­la­res. Nece­si­to que esto sea real. Y si va bien, ya impro­vi­sa­re­mos. ¿Te pare­ce?

-Me pare­ce un plan per­fec­to y voy a for­mar par­te de él si me dejas. Deseo cono­cer­te de ver­dad. Saber cómo res­pi­ras, cómo te mue­ves, quié­nes son tus ami­gos. Lo ten­go muy cla­ro: quie­ro vivir en el pla­ne­ta Ana. ¿Pue­do pedir­te el visa­do esta noche?

-Que­da usted for­mal­men­te invi­ta­do a mi pla­ne­ta, Mr. Acker­man. Sella­ré su pasa­por­te al vol­ver a casa.

-¿Comen­za­mos la his­to­ria en este pun­to, enton­ces, Ana?

-Comen­za­mos la his­to­ria, Jai.

BSO Let’s do it Ella Fitz­ge­rald

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos.

Vino para dos. Capítulo 21

Arde la noche, la luna y mi cora­zón peque­ño. Que­mo recuer­dos que ya no encuen­tran espa­cio en mi cabe­za recién estre­na­da. San Juan me lla­ma: vamos, Ana.

Bajo los esca­lo­nes hacia la pla­ya. Voy des­pa­cio, con mi ves­ti­do blan­co de tiran­tes y mis labios color fre­sa. Camino des­nu­da de expec­ta­ti­vas y con algo de mie­do en el fon­do de mi bol­si­to mági­co. Lo saca­ré y lo lan­za­ré entre las olas en cuan­to pue­da. Me aís­lo del rui­do, de la gen­te que ríe y bai­la. Sien­to mis lati­dos como peque­ñas chis­pas azu­les. Gra­cias por seguir vivo, ami­go. Pen­sa­ba que esta vez no podrías con­tar­lo y míra­te: ahí estás, feliz y sano. Me qui­to las san­da­lias mien­tras reco­rro la ori­lla del mar a solas, en medio de otros pasos aje­nos, antes de que lle­gue Nora. Este momen­to com­par­ti­do con des­co­no­ci­dos es mío y me hace sen­tir una mujer valien­te, una hechi­ce­ra todo­po­de­ro­sa. Por fin he com­pren­di­do que la sole­dad es una bue­na alia­da. Me per­mi­te ser yo sin con­di­men­tos, me deja res­pi­rar a mi rit­mo, cam­biar de esta­ción sin pre­gun­tar a nadie. Es com­pre­si­va, gene­ro­sa, dul­ce.

Sue­na el telé­fono ‑como un des­per­ta­dor indis­cre­to- en medio de mi soli­lo­quio. ‑Ana, te estoy vien­do jun­to a la ori­lla. Estás muy gua­pa y muy bucó­li­ca pero deja de soñar un rati­to y ven­te al quios­co del final de la pla­ya a tomar­te un vino con­mi­go. Nora me cono­ce muy bien.  Los pája­ros de mi cabe­za nun­ca dejan de ale­tear. Y esta noche son coli­bríes que vue­lan sobre las hogue­ras. Sal­go de mi diá­lo­go inte­rior y me pon­go en “modo externo” mien­tras son­río. Me gus­ta estar un poco loca, un poco en mi pla­ne­ta. Es increí­ble pero no me había dado cuen­ta de que la are­na esta­ba tan lle­na de gen­te y de foga­tas. Aho­ra, ya cons­cien­te, me cues­ta lle­gar a la barra entre la mul­ti­tud. Cuan­do la alcan­zo, Nora me espe­ra con mi copa en la mano. ‑No te que­ja­rás de que no te mimo, Ana. Hoy es tu día favo­ri­to y tene­mos que empe­zar a cele­brar­lo: un blan­co afru­ta­do para ti.

Las hogue­ras comien­zan a apa­gar­se tem­prano o qui­zá el tiem­po ha pasa­do en un ins­tan­te. Lo cier­to es que cuan­do aca­bo el vino, ya he que­ma­do sin dra­mas el folio de penas que traía en el bol­so y voy lige­ra camino de la fies­ta en “nues­tra terra­za”. Cuan­do cru­zo la puer­ta de entra­da me cas­ta­ñean los dien­tes, me arden las pes­ta­ñas y el pul­so pare­ce una mari­po­sa de colo­res. Res­pi­ro.  Menos mal que aho­ra soy una mujer sabia y esta noche no lle­vo taco­nes.

El local está reple­to. Pare­ce más gran­de  que hace unos meses, cuan­do sólo lo habi­tá­ba­mos Jai, Ella Fitz­ge­rald y yo. O al menos eso me pare­cía. Aquí está nues­tro sitio, Ana, me dice Nora mien­tras seña­la una mesa para tres jun­to al mar. ‑Creo que sobra una silla. ¿O al final le dijis­te lo de la cena a Car­men? Sabes que no me gus­ta dema­sia­do su ener­gía pero bueno si a ti te cae bien, es cosa tuya. –Eyy, tran­qui­la, Ana, no corras, me dice Nora miran­do hacia la puer­ta. Tene­mos un invi­ta­do de honor. Y creo que su ener­gía es de las que te des­lum­bran.

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Cuan­do alzo los ojos hacia la entra­da, mi cora­zón da una vuel­ta y regre­sa a su sitio. Ahí está Mar­cos, con su son­ri­sa de ore­ja a ore­ja. Cier­ta­men­te, la visi­ta me emo­cio­na y su ener­gía me cau­ti­va. Vie­ne direc­to hacia noso­tras y me da un abra­zo fuer­te, de esos que te estru­jan has­ta el alma. –Tenía ganas de venir a Tene­ri­fe y que mejor que en tu noche para hacer­lo, Ani­ta. Por un segun­do, egoís­ta­men­te pien­so en Jai. Me hubie­ra gus­ta­do que la sor­pre­sa hubie­ra sido él pero soy cons­cien­te de que es uno de mis  pen­sa­mien­tos qui­mé­ri­cos. Eso sólo sería posi­ble es una pelí­cu­la román­ti­ca. Ade­más, me encan­ta que Mar­cos haya veni­do a ver­nos esta noche. Nun­ca pen­sé que­rer tan­to a un ami­go en tan poco tiem­po. Con él con­fir­mo que la amis­tad es una for­ma de amor. Hay per­so­nas que te fas­ci­nan en una sola con­ver­sa­ción y a las que amas por lo que son y por la paz que te rega­lan en una mira­da. Sin más. Así que con Mar­cos en medio de noso­tras, cena­mos radian­tes ade­re­zan­do la pas­ta con risas y con­fe­sio­nes. Nos coge­mos de la mano, des­trui­mos  dog­mas y tira­mos cre­dos por la bor­da.  El “trío Baker” vuel­ve a la car­ga aun­que intu­yo que entre Nora y Mar­cos sur­gi­rá algo más que cama­ra­de­ría. Y me gus­ta. Me gus­ta ese des­te­llo de pasión que aso­ma en sus pupi­las.

Des­pués de com­par­tir pro­pó­si­tos vera­nie­gos y  un par de bote­llas de vino vol­cá­ni­co, la lava empie­za a calen­tar mis neu­ro­nas. Nece­si­to levan­tar­me y tomar un poco de aire. –Ami­gos, aho­ra vuel­vo. Les dejo en la mejor com­pa­ñía. Aca­lo­ra­da, cru­zo el local y lle­go has­ta una esqui­na escon­di­da des­de don­de se ve el mar y se escu­cha la músi­ca. El rin­cón per­fec­to. Me apo­yo en el bal­cón y sigo el rit­mo de las olas. Soy feliz: por fin me quie­ro. Y no es el efec­to del vino. Lo pro­me­to.

De pron­to, en medio de mi eufo­ria par­ti­cu­lar, comien­za a sonar la voz de Ella: “Love is here to stay”. Y can­ta para mí, lo sé. Sigo miran­do las olas, ensi­mis­ma­da. Se mue­ven a rit­mo de jazz. Par­pa­dean, suben, bajan, cho­can. Me gus­ta­ría dan­zar con ellas, sen­tir­las en mi cuer­po. Vuel­ven los coli­bríes a mis pen­sa­mien­tos cuan­do per­ci­bo un olor fami­liar. Sán­da­lo, cane­la… Es impo­si­ble, debo estar en mi pla­ne­ta, como siem­pre. Des­pier­ta mar­cia­ni­ta.

Pero no, no estoy en una nube, ni en las estre­llas. Estoy aquí en nues­tra terra­za, la noche de San Juan. Jai me mira y me coge de la mano. Es real. Sus ojos son reales. Su olor es real. Y bai­la­mos mien­tras Ella Fitz­ge­rald y el Atlán­ti­co nos acom­pa­ñan. Y yo quie­ro llo­rar pero no me salen las lágri­mas por­que estoy volan­do. Y si vue­lo no pue­do llo­rar por­que es impo­si­ble sin gafas pro­tec­to­ras. Y no sé lo que pien­so, ni lo que digo, ni lo que sien­to. Aun­que sé que es él. Y está aquí. Y me due­le la boca del  estó­ma­go y me que­man los labios y el alma. Y soy aún más feliz que hace dos minu­tos.

Cuan­do ter­mi­na la can­ción y nos sepa­ra­mos un momen­to, miro su cara y él sí está llo­ran­do. –Te he echa­do tan­to de menos, Ana. Yo me pelliz­co los dedos y Jai sigue ahí, tan atrac­ti­vo como siem­pre, tan fuer­te, tan  frá­gil, tan Jai. –Yo tam­bién he pen­sa­do mucho en ti, tan­to que he teni­do que borrar todos mis pen­sa­mien­tos vie­jos y malos para que cupie­ras en mi men­te. Pero dime Jai: ¿Qué vas a hacer aho­ra?

-Por lo pron­to, mirar­te sin parar y tomar­me una copa de mal­va­sía. Vamos y te cuen­to. Vamos y me cuen­tas.

BSO Love Is Here To Stay de Ella Fitz­ge­rald

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos.

 

Vino para dos. Capítulo 20

He vuel­to a pin­tar, a escri­bir, a bai­lar. Des­pués de muchos años en penum­bra inte­rior, veo la luz y no en la mira­da de un hom­bre. Ayer me revi­sé en el espe­jo aten­ta­men­te. Comien­zo a tener algu­nas arru­gas pero por pri­me­ra vez mis ojos bri­llan sin nece­si­dad de faros acce­so­rios. Sien­to que estoy empe­zan­do a ser yo. Un yo mejor, pau­sa­do y sobe­rano. Un yo aún ena­mo­ra­do pero sen­sa­to. Me cues­ta dejar de pen­sar en Jai pero aho­ra ocu­pa otro pues­to. Va detrás de mí o a mi lado pero no delan­te. No sé si algu­na vez me recuer­da. Si era cier­to que me que­ría. A veces le per­ci­bo en la dis­tan­cia, como un vele­ro detrás del rom­peo­las. Otras, le noto en mí, ancla­do fir­me en una esqui­na de mi ven­trícu­lo izquier­do.  ¿Has­ta cuán­do? ¿Quién lo sabe?

En estos meses de resu­rrec­ción des­de que vol­ví de San Fran­cis­co han sido mila­gro­sas las con­ver­sa­cio­nes con Mar­cos. Su for­ma de ver las cosas es tan cla­ra y lim­pia que es impo­si­ble no con­fiar en sus pala­bras sabias. Me encan­ta poner el manos libres y tomar un café cuan­do sale del hos­pi­tal des­pués de algu­na de sus inter­ven­cio­nes de sie­te horas. Y está sereno y feliz. Y me con­ta­gia la san­gre, la bilis y las neu­ro­nas. Oja­lá todos los virus fue­ran como Mar­cos.

Pero ade­más de Mar­cos, tam­bién mi ami­ga Nora ha resul­ta­do impres­cin­di­ble en la géne­sis de esta nue­va Ana: la Ana deci­di­da, la no tor­tu­ra­da. Nora es mi com­pa­ñe­ra en la con­sul­ta. Estu­dia­mos psi­co­lo­gía jun­tas, lo deci­di­mos en el pri­mer cur­so del ins­ti­tu­to. Siem­pre ha esta­do a mi lado. Supon­go que es la her­ma­na que no tuve. Mi con­fi­den­te en cal­ma sabe de Jai, de Pedro, de Óscar, de mi pri­mer des­amor a los quin­ce años.  Mi peli­rro­ja favo­ri­ta se aca­ba de sepa­rar de su mari­do, hace cin­co meses, y como tam­po­co tie­ne hijos, ade­más de com­par­tir horas de tra­ba­jo, pasa­mos muchas tar­des jun­tas, oyen­do músi­ca y pasean­do jun­to al mar.

Nora cono­ció a mi ángel Mar­cos hace un par de sema­nas. Via­ja­mos a un fes­ti­val de jazz en Gra­na­da. Home­na­je a Chet Baker y home­na­je a la amis­tad, a la anti­gua y a la recién naci­da. Me mara­vi­lló la com­pli­ci­dad que sur­gió duran­te la cena de pre­sen­ta­ción. Tres almas embar­ga­das que encuen­tran su reden­ción en una copa de vino jun­to a La Alham­bra. “Los peca­dos nos harán libres”, reza aho­ra el lema del “Trío Baker”. Des­pués de un fin de sema­na reple­to de ins­tan­tá­neas ‑de ésas que cuel­gas en la neve­ra para son­reír al bus­car una man­za­na- Nora me con­fe­só que Mar­cos la había cau­ti­va­do. Su cabe­za orde­na­da, sus manos de ciru­jano, su voz tem­pla­da y sedan­te… Sos­pe­cho que a mí tam­bién me habrían ena­mo­ra­do si Jai no con­ti­nua­ra vara­do en mi pecho.

 

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

Admi­to que a veces he teni­do la ten­ta­ción de coger el móvil y enviar­le un men­sa­je. Algu­nas noches de insom­nio pon­go el telé­fono jun­to al vaso de leche con miel y le veo al otro lado del mun­do. Le ima­gino salien­do del tra­ba­jo, escri­bien­do de via­jes en su orde­na­dor, yen­do a cenar al Kuro­sa­wa, pro­ban­do vinos nue­vos. Debo ser una inge­nua pero nun­ca le pien­so con otra mujer. Le sien­to solo, sanán­do­se, como yo.

Lo cier­to es que los meses pasan y mi vida con­ti­núa. En la con­sul­ta pue­do dar con­se­jos que aho­ra me creo y en mi día a día todo se va ponien­do en su sitio. Como un puzz­le gigan­te. Pre­fie­ro apro­ve­char la luz para nadar, leer y recons­truir­me. Lo de salir des­pués de la pues­ta de sol lo dejo sólo para ir a algu­na cena o un con­cier­to. Qui­zá me estoy vol­vien­do un poco bea­ta. Eso dice Nora.

Esta noche, sin embar­go, es espe­cial, úni­ca. Es mi noche favo­ri­ta del año. Ni trein­ta y uno de diciem­bre, ni navi­dad, ni cum­plea­ños. A mí me apa­sio­na la magia de San Juan. Lo poco que que­da por que­mar de la Ana apo­ca­da y vaci­lan­te, arde­rá para siem­pre al salir las estre­llas. Ten­drá que ser así por­que hoy me toca ser valien­te. Cuan­do se apa­guen las hogue­ras en la pla­ya, comien­za una fies­ta en “nues­tra terra­za” jun­to al Atlán­ti­co. No la he pisa­do des­de la últi­ma vez que cené con Jai, en mi otra vida, hace seis meses. Aun­que he pen­sa­do que tal vez no sea bue­na idea vol­ver sobre mis pasos, Nora insis­te en que es lo últi­mo que me que­da por hacer para nacer de nue­vo. Y ésta es la noche.

Sobre la cama veo mi ves­ti­do blan­co, mis san­da­lias pla­nas y mi áni­mo atre­vi­do. Tam­bién está mi bol­so de cris­ta­li­tos azu­les car­ga­do de sue­ños y hechi­zos. Oja­lá no me arre­pien­ta cuan­do al vol­ver apa­gue la luz de mi habi­ta­ción y abra la ven­ta­na para que entre el aro­ma a alqui­mia y made­ra que­ma­da. San Juan me espe­ra.

BSO: Let’s Get Lost Chet Baker

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Vino para dos. Capítulo 19

Ate­rri­cé en Tene­ri­fe hace seis meses. No he sabi­do nada de Jai en este tiem­po. A pesar de que  habi­ta mul­ti­pli­ca­do en mis neu­ro­nas y de que lo per­ci­bo en cada can­ción y en cada gota de vino que pasa por mi gar­gan­ta, estoy tran­qui­la. Ten­go la cer­te­za de que algún día nos encon­tra­re­mos y todo será sen­ci­llo. Supon­go que podré expli­car­le que com­pré el bille­te de vuel­ta des­pués de encon­trar­me con Julia en su apar­ta­men­to y lle­nar­me de angus­tia. Ima­gino que seré capaz de hablar­le abier­ta­men­te de mi male­ta de mie­dos y com­ple­jos. No espe­ro nada. Qui­zá no lle­ga­mos a cono­cer­nos lo sufi­cien­te. No año­ro impo­si­bles pero sé que nues­tras vidas revuel­tas vol­ve­rán a tro­pe­zar­se en algún tic-tac de nues­tra exis­ten­cia.

Duran­te estos meses he revi­sa­do mi cere­bro y he hecho lim­pie­za de sen­ti­mien­tos y cul­pas. He pasa­do el cepi­llo por cada esqui­na de mi alma y he fro­ta­do a con­cien­cia mi cora­zón man­cha­do de dudas. Una hogue­ra ima­gi­na­ria. Una niña que sal­tan­do alre­de­dor se con­vier­te en mujer mien­tras arden sus mise­rias. Así he pasa­do estos cien­to ochen­ta días sin Jai.

En el vue­lo de San Fran­cis­co a Madrid cono­cí a Mar­cos, mi ángel de la guar­da. Cosas que suce­den en avio­nes trans­oceá­ni­cos: asien­tos con­ti­guos, his­to­rias que coin­ci­den y un pla­ne­ta que con­tar. Lle­va­ba tres horas escri­bien­do ver­sos com­pul­si­va­men­te sin pro­bar boca­do des­de la cena con Jai la noche ante­rior, cuan­do pasó un sobre­car­go ofre­cien­do bebi­da. –Una bote­lli­ta de tin­to cali­for­niano, por favor. Lle­né la copa de plás­ti­co y me lo tomé de gol­pe. Sin pen­sar. Direc­to al cora­zón como una fle­cha líqui­da. A los dos minu­tos esta­ba marea­da y res­pi­ran­do entre­cor­ta­da­men­te. Mar­cos me miró de reo­jo y me pre­gun­tó en voz baja si esta­ba bien. Dos vasos de agua, un par de cho­co­la­ti­nas y seis horas bas­ta­ron para des­ple­gar mi vida sobre la mesi­ta acce­so­ria. Mejor que cual­quier pelí­cu­la de estreno.

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

Mar­cos tenía cin­cuen­ta años y era médi­co, ciru­jano car­día­co. Aun­que ya en casa me di cuen­ta de que era un tipo muy atrac­ti­vo, en medio de la zozo­bra no me habría per­ca­ta­do ni del azul de los ojos de Paul New­man. Todo era negro. Todo daba igual. Lo úni­co que me atra­pó de su per­so­na fue su tono ama­ble y llano, y, sobre todo, su capa­ci­dad para extir­par mi ata­que de dolor de un plu­ma­zo. Con deli­ca­de­za extre­ma. Él sabía per­fec­ta­men­te lo que era vivir atra­pa­do en el gris por­que había cami­na­do una mon­ta­ña pare­ci­da a la mía: un padre exi­gen­te y seve­ro, muchos fra­ca­sos y un cora­zón des­ga­rra­do y recom­pues­to a base de amor pro­pio. La mejor sutu­ra, según me con­tó.

Habla­mos y nos con­fe­sa­mos here­jías sin pudor, como si nos cono­cié­ra­mos de otro tiem­po, de otro espa­cio. Esa con­ver­sa­ción mági­ca entre rui­do de moto­res, lágri­mas y son­ri­sas cer­ca­nas, cam­bió la direc­ción de mis pasos. Cuan­do nos des­pe­di­mos en Madrid con un abra­zo y la pro­me­sa de seguir en con­tac­to, me di cuen­ta de que no podía seguir ama­rra­da a la oscu­ri­dad de mis pen­sa­mien­tos para siem­pre. Tenía que abrir ven­ta­nas al lle­gar a casa. Aire, luz, cal­ma, confianza…eso nece­si­ta­ba.

Me cos­tó con­tar­le a mi madre que tal y como augu­ra­ba, las cosas con Jai no habían sali­do bien. Pero, para mi sor­pre­sa, no me rega­ñó como otras veces. Creo que no pudo por­que ya no esta­ba ante una niña llo­ro­sa. Ima­gino que se dio cuen­ta de que había empe­za­do a cre­cer de gol­pe. Así que por pri­me­ra vez nos encon­tra­mos cara a cara como dos muje­res sere­nas y fran­cas. Y me gus­tó sen­tir­me así. Esta­ba bien eso de ser fuer­te.

Días más tar­de me sen­té en mi habi­ta­ción y mien­tras escu­cha­ba a  Nina Simo­ne escri­bí una lar­ga car­ta a mi padre: le di las gra­cias por la vida reci­bi­da pero tam­bién le rogué una tre­gua per­pe­tua. Yo no aspi­ra­ba a ser la mejor, no desea­ba ser una mujer per­fec­ta. Tam­po­co que­ría morir de un infar­to en un des­pa­cho como le había suce­di­do a él. Sólo anhe­la­ba una exis­ten­cia tran­qui­la. Úni­ca­men­te nece­si­ta­ba empe­zar a amar­me para apren­der a amar bien. Al ter­mi­nar la car­ta la metí en una bote­lla de vino vacía y me acer­qué al mue­lle. Esta­ba feliz. La tiré al Atlán­ti­co una noche de luna lle­na. Sabía que bucea­ría lige­ra entre estre­llas y caba­lli­tos de mar has­ta encon­trar sus ceni­zas sala­das y entre­gar­les mi men­sa­je.

BSO: Tomo­rrow Is My Turn Nina Simo­ne

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Vino para dos. Capítulo 18

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

La vida me per­si­gue para abra­zar­me.
Yo sal­go huyen­do.
Vino por copas que hue­le a rabia. Tapas de penas con pan calien­te.
La vida me apri­sio­na para que­rer­me.

Male­ta sin can­da­do. No hay con­tra­se­ña.
Espé­ra­me en mi muer­te. Jazz en mis venas.
Funes­ta y cie­ga: cóme­me sin pudo­res, bébe­me ente­ra.

Guar­dan­do el pasa­por­te, cie­rro la puer­ta.
Tu ros­tro me acom­pa­ña por la esca­le­ra.
Yo voy dejan­do migas por si vol­vie­ra. Qui­zás en otro tiem­po.
Bus­ca­ré tu son­ri­sa en la carre­te­ra. En las gotas de vino y en la neve­ra.

La vida me aco­rra­la en el aero­puer­to.
En las pan­ta­llas gran­des, en los rin­co­nes.
Las aza­fa­tas ríen. No entien­den nada.
Están velan­do a un muer­to. No les da pena.

Las alas se me rom­pen. Hia­to inde­le­ble.
Temo­res, puña­la­das. Incer­te­zas erran­tes.
Lágri­mas que no llo­ro.
Y en mis ceni­zas que­da el olor de tu cuer­po.

La vida me ator­men­ta mien­tras me que­mo.
Ya no que­dan reta­zos de lo que era.
Sólo un tro­zo de Ana, peque­ño y tris­te
que deja estos dolo­res en su cua­derno.

BSO The End of A Love Affair de Billie Holi­day

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Vino para dos. Capítulo 17

Fin de la actua­ción en Sau­sa­li­to. Jai se des­pi­de de los due­ños del “Chi­co & Rita” y pone­mos rum­bo al apar­ta­men­to. Es la una de la maña­na cuan­do el taxi cru­za de nue­vo el Gol­den Gate. Com­bus­ti­ble en las arte­rias, lava calen­tan­do mi alma. Es lo que tie­ne la músi­ca. El can­san­cio se ha esfu­ma­do. Adiós jet lag.

Mien­tras atra­ve­sa­mos la ciu­dad, pien­so en las cosas increí­bles que han ocu­rri­do en las últi­mas vein­ti­cua­tro horas. Puro rea­lis­mo mági­co. Impro­vi­san­do con cada ins­pi­ra­ción, como en un con­cier­to de jazz. La lla­ma­da a Jai, el vue­lo de Croa­cia a San Fran­cis­co, mi encuen­tro con Julia, la cena japo­ne­sa en el Kuro­sa­wa, sus pala­bras, mis lágri­mas, la recon­ci­lia­ción de Jai y su her­ma­na Clau­dia… Des­pués de todo esto, ima­gino que los uni­cor­nios azu­les real­men­te exis­ten. Tal vez el amor ver­da­de­ro. Y las muje­res-tio­vi­vo como yo, que le dan vuel­ta a los sen­ti­mien­tos cien mil veces.

Al lle­gar al dúplex en Mari­na, subimos las esca­le­ras len­ta­men­te. El ascen­sor no fun­cio­na. Yo voy delan­te y Jai me empu­ja mien­tras apro­ve­cha para aca­ri­ciar­me. Cuan­do la puer­ta se abre, vuel­ve el olor a vai­ni­lla que lle­na la casa. Es el fan­tas­ma de Julia que me atra­vie­sa, ¿el pasa­do que todo lo inva­de? ¿Estoy segu­ra de que no es el pre­sen­te o el futu­ro? A fin de cuen­tas, dos años des­pués siguen casa­dos. Tal vez Jai espe­ra­ba reen­con­trar­se con ella algún día y solu­cio­nar­lo todo. De repen­te, me per­ca­to de que han des­apa­re­ci­do sus fotos del salón. Supon­go que él las ha qui­ta­do para no inco­mo­dar­me, aun­que no sé en qué momen­to.

Nos besa­mos son­rien­do entre los coji­nes del sillón rojo. En la coci­na. En el pasi­llo. Atra­ve­sa­mos sin mie­do las vías del tren que lle­van al dor­mi­to­rio. Pon­go a mi ami­go Chet Baker en el móvil y lo dejo sonan­do en la mesi­lla, jun­to a la cama. Quie­ro que esté con noso­tros esta noche, una vez más. Trío con­sen­ti­do. Tor­men­to­so Chet, casi tan­to como yo.

Cuan­do Jai Acker­man se qui­ta la cami­sa y la deja sobre la silla, con­tem­plo de nue­vo sus pecas sobre los hom­bros: astros peque­ños, hor­mi­gas, gra­nos de are­na de este a oes­te… Sus bra­zos fuer­tes y sua­ves, su cin­tu­ra poé­ti­ca, sus pier­nas fir­mes. Mi ves­ti­do de seda cae sobre el par­qué y los taco­nes que­dan a un lado mien­tras bai­la­mos abra­za­dos. La bri­sa del mar se cue­la por la ven­ta­na y la luz de una faro­la ilu­mi­na su son­ri­sa, noc­ti­lu­ca oceá­ni­ca. Des­pués, dibu­ja sua­ve­men­te sobre mi espal­da. Como un mán­da­la gigan­te, me colo­rea con sus dedos tibios. Me can­ta al oído, me sabo­rea, me bebe. Entre sor­bo y sor­bo, olvi­do que he deci­di­do mar­char­me. Des­pués, apar­to de mis entra­ñas can­sa­das las pala­bras obse­si­vas de mi padre: “nun­ca eres lo sufi­cien­te­men­te bue­na, Ani­ta. No tie­nes made­ra de gana­do­ra, déja­lo”.

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin.

Chet con­ti­núa tocan­do en el alta­voz de mi telé­fono. Lo oigo sua­ve y lejano casi entre sue­ños, con el sabor bal­sá­mi­co de Jai tatua­do en mis labios. De repen­te un men­sa­je en mi móvil, retum­ba en la mesi­lla y rom­pe el hechi­zo. De mane­ra ins­tin­ti­va, cojo el telé­fono y miro la pan­ta­lla que nos enfo­ca direc­ta a los ojos: su vue­lo con des­tino a Madrid se retra­sa has­ta las 17.00 horas. Yo sus­pi­ro y Jai me pre­gun­ta sor­pren­di­do: ‑Ana, ¿qué es ese avi­so?

Me que­do para­li­za­da. No pue­do con­tes­tar. He per­di­do trein­ta años de gol­pe y soy una niña al bor­de del abis­mo.

-¿Te vas, aho­ra?  Jai se incor­po­ra y encien­de la luz. Me mira y me apu­ña­la con tris­te­za. Ter­cer gra­do ase­sino del hom­bre que amo.

-Déja­me que te expli­que. Esta­ba con­fun­di­da.

-No hay nada que expli­car, Ana. Lár­ga­te ya. El avión te espe­ra. No te entien­do. Te he dicho que te quie­ro. Te he habla­do de mis inse­gu­ri­da­des, de mis secre­tos. Y tú te vas. Te ríes de mí, como Julia. Eres igual.  Y yo no quie­ro más locas en mi vida.

Lue­go se levan­ta y se vis­te. No me mira.  Oigo un por­ta­zo que retum­ba en mis oídos.

Me sien­to des­nu­da en la esqui­na de la cama. Jai no se mere­ce una mujer como yo. Es dema­sia­do bueno para mí. Mi padre tenía razón.

Reco­jo mis cosas. No ten­go nada. Ni siquie­ra lágri­mas. Sue­na “Every time we say goodb­ye”.

Adiós, Jai.

BSO:  Every Time We Say Goodb­ye por Chet Baker

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos

Vino para dos. Capítulo 16

Jai besa con dul­zu­ra mis labios y oigo caer un ladri­llo de mi mura­lla. Lue­go lla­ma a un taxi que nos lle­va direc­to al 1085 de Mis­sion Street. Ha oscu­re­ci­do des­de que bajé a la calle y las luces de la ciu­dad gol­pean los cris­ta­les del coche. Me derrum­bo sobre mis sti­let­tos negros  pero quie­ro dis­fru­tar de mi pri­me­ra y últi­ma noche en San Fran­cis­co. Como si maña­na fue­ra a estre­llar­me en el avión de regre­so a casa. Aho­ra me pre­gun­to si he hecho bien com­pran­do el bille­te a Tene­ri­fe. Soy un háms­ter dan­do vuel­tas en círcu­los. Una car­pa roja en una pece­ra dora­da. Me ago­ta ser yo mis­ma y  escu­char mis inse­gu­ri­da­des. Y enci­ma, des­pués de estar tocan­do la trom­pe­ta en la casa de Jai, vuel­ven a aco­sar­me los pen­sa­mien­tos sobre mi padre. Su nece­si­dad de que siem­pre fue­se la niña per­fec­ta me mar­ti­ri­za y acom­ple­ja. Stop, stop, stop…Para, Ana.

El res­tau­ran­te Kuro­sa­wa está en una anti­gua aca­de­mia de idio­mas. En la puer­ta de cris­tal nos reci­be el chef que abra­za a mi acom­pa­ñan­te y me salu­da con ros­tro ama­ble. Es un tipo curio­so: un japo­nés altí­si­mo ves­ti­do de samu­rái que, según me cuen­ta Jai,  diri­ge un pro­gra­ma de coci­na en la NBC y al que cono­ce des­de sus comien­zos. Des­pués de entrar, cru­za­mos un pasi­llo estre­cho don­de la gen­te cena sen­ta­da en pupi­tres negros ilu­mi­na­dos con velas y lle­ga­mos a una peque­ña sali­ta apar­ta­da.

-Para ti el des­pa­cho del direc­tor, ami­go.  Te he echa­do de menos, le dice el japo­nés a Jai mien­tras nos aco­mo­da en una mesi­ta a ras del sue­lo. Lue­go encien­de  una radio anti­gua don­de sue­na Col­tra­ne y pro­me­te moles­tar­nos sólo para traer el vino y el menú degus­ta­ción.

Con una copa en la mano dere­cha  y los pali­llos en la izquier­da, pasa­dos vein­te minu­tos, asal­to a mi ame­ri­cano inson­da­ble. Ten­go las armas ade­cua­das. Un tar­tar de atún pican­te y unos makis de foie nos con­tem­plan expec­tan­tes. Él me está hablan­do entu­sias­ma­do de las bode­gas de su padras­tro en Napa y yo le inte­rrum­po con ojos de sashi­mi: cru­dos y fríos. -¿Tú me quie­res?

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin.

Jai me mira sor­pren­di­do y deja el vino sobre la mesa. Sus­pi­ra. — ¿Te acuer­das de lo pri­me­ro que te dije cuan­do nos cono­ci­mos, Ana? Yo me que­do calla­da. Ese día esta­ba tan ner­vio­sa que no oí sus pala­bras. ‑Yo lo recuer­do per­fec­ta­men­te,  aña­de: “Me he toma­do la liber­tad de pedir la cena. Des­pués de cator­ce sema­nas mirán­do­te a escon­di­das mien­tras comes y sue­ñas, creo que sé lo que te gus­ta”. Son­río ner­vio­sa con su res­pues­ta y él coge mi mano. ‑Pues sí, Ana. Tú pen­sa­bas que ibas a ver­me a mí y yo espe­ra­ba cada vier­nes para encon­trar­te en la dis­tan­cia, como un náu­fra­go divi­san­do un faro entre la cali­ma. Y te obser­va­ba con tu copa como un cacho­rro inde­fen­so. Tan inde­fen­so como yo, Jai el valien­te. Y, ¿sabes una cosa?: “Que­ría con­ver­tir­me en que­so para ser devo­ra­do con avi­dez y desea­ba ser vino para des­li­zar­me por tu boca. Y colar­me en tu inte­rior y ver qué pen­sa­bas y cómo sen­tías. Y tan­tos y…”

No pue­do evi­tar­lo. Estoy tem­blan­do y llo­ro. Los suyos son mis pen­sa­mien­tos cuan­do le obser­va­ba a tra­vés de la cris­ta­le­ra nues­tros vier­nes jun­to al Atlán­ti­co. Mis lágri­mas no son gotas  finas. Son cuar­zos sin labrar a la deri­va que caen estruen­do­sos sobre la mesa de bam­bú. Llo­ro de feli­ci­dad, de incre­du­li­dad, de estu­pi­dez.  Llo­ro y Jai pone su copa bajo mis ojos, son­rien­do con los suyos: — “agua de llu­via, mal­va­sía puro. Pues cla­ro que te quie­ro”.

Cuan­do ter­mi­na­mos de cenar, nos des­pe­di­mos del “chef samu­rái”  y toma­mos un taxi hacia Sau­sa­li­to, una pobla­ción al otro lado del Gol­den Gate. Vamos a un con­cier­to de jazz en uno de los  loca­les don­de solía actuar Clau­dia. Por el camino, Jai me susu­rra al oído que des­pués de tan­to tiem­po se sien­te fuer­te, que con­mi­go a su lado se atre­ve a todo. Que ya no tie­ne que apa­ren­tar lo que no es. Mien­tras él se con­fie­sa sin reser­vas, yo me sien­to una men­ti­ro­sa paté­ti­ca.

La noche es pre­cio­sa y el Puen­te pare­ce un bra­za­le­te de oro sobre la Bahía. Hace tiem­po que no veo una ima­gen tan boni­ta. El bar de Sau­sa­li­to está lleno pero pode­mos entrar sin pro­ble­mas. Jai cono­ce a todo el mun­do y todos se sor­pren­den gra­ta­men­te al encon­trar­le de nue­vo en la ciu­dad. Le veo feliz.

Des­pués de pasar por la barra, nos sen­ta­mos jun­to al esce­na­rio. Hay dos tabu­re­tes libres para noso­tros. Un gru­po ver­sio­na “Sum­mer­ti­me”. La voz de la can­tan­te se pare­ce muchí­si­mo a la de Sarah Vaughan y me emo­ciono. Jai me abra­za. Sien­to su olor y sus manos fuer­tes cui­dán­do­me. Tal vez sea cier­to que me ama. Yo aún no le he dicho que maña­na regre­so a Tene­ri­fe por­que, una vez más, sen­tí  que per­día  el con­trol de mi vida y tuve mie­do. Vuel­vo a casa por­que soy una estú­pi­da. Me voy por­que sigo sin creer que un hom­bre como Jai pue­da estar ena­mo­ra­do de mí y no quie­ro sufrir. Esta his­to­ria tie­ne que empe­zar o aca­bar ya.

BSO : Sum­mer­ti­me por Sarah Vaughan

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Vino para dos. Capítulo 15

Estoy marea­da. Dema­sia­do vino en  vena.  A pesar de  todo, mi plan sigue en pie: en mayús­cu­las y con letra “Times New Roman”. Sin con­ce­sio­nes, sin color azul nube, sin “Comic Sans” que val­ga.

Una estro­fa de Bob Dylan se escri­be en mi cere­bro de lado a lado: “¿Pero tú me quie­res o sólo espe­ras que me vaya bien? ¿is your love in vane?” Jai  ten­drá que res­pon­der­me si los días que hemos pasa­do jun­tos han sido en vano o habrá segun­da par­te. Supon­go que estas cosas jamás deben pre­gun­tar­se a que­ma­rro­pa. Que hay que espe­rar a que el pro­ta­go­nis­ta mas­cu­lino con­fie­se que te ama como en cual­quier pelí­cu­la román­ti­ca que se pre­cie. Y lue­go esbo­zar un tími­do “yo tam­bién” con son­ri­sa tur­ba­da y ojos vaci­lan­tes. Pero, no. Mis his­to­rias siem­pre aca­ban mal y es hora de cam­biar el argu­men­to.

Camino por el apar­ta­men­to sin rum­bo fijo. Olfa­teo. Escu­dri­ño. Paso de no que­rer ver nada de lo que me rodea a trans­for­mar­me en el detec­ti­ve Fer­gus­son en Vér­ti­go. Al final del salón hay unas esca­le­ras a la par­te alta. El dúplex es inmen­so. Cua­tro habi­ta­cio­nes, dos baños, la sala y una coci­na roja con enor­mes ven­ta­na­les. Tam­bién una terra­za gigan­te en la segun­da plan­ta jun­to a una biblio­te­ca en la que, ade­más de un mon­tón de libros anti­guos, encuen­tro una Bach Stra­di­va­rius como la que me rega­ló mi padre cuan­do era niña. Me acer­co a la trom­pe­ta y la tomo en mis manos. La aca­ri­cio emo­cio­na­da mien­tras se con­vier­te en mi Jai de bron­ce. Hace sema­nas que no prac­ti­co y lo noto por­que mi fuer­za no es la mis­ma de siem­pre. Sin embar­go, a pesar de estar can­sa­da, inha­lo, soplo y me inun­da un alien­to des­co­no­ci­do que me lle­va volan­do has­ta el pla­ne­ta Ana. Ya en tie­rra, me rela­jo y son­río men­tal­men­te mien­tras toco “I fall in love too easily”. Y es cier­to: me ena­mo­ro dema­sia­do fácil­men­te. Pero esta vez con razón. Es sen­ci­llo ena­mo­rar­se del frá­gil y férreo Jai.

Estoy inmer­sa en el soni­do de la trom­pe­ta y pue­do aspi­rar el aro­ma de las notas que va for­jan­do. Hue­len a vida. Tam­bién a nos­tal­gia. De repen­te, noto una mano sobre mi hom­bro y me sobre­co­jo. Me doy la vuel­ta y es él que me mira con ojos húme­dos y des­pués me besa el cue­llo, rozán­do­lo con sus dedos fuer­tes y eri­zán­do­me la piel has­ta el lími­te, como siem­pre.

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

-Clau­dia está bien, me dice. Está cons­cien­te y se recu­pe­ra­rá sin secue­las. El acci­den­te de moto fue menos gra­ve de lo que me había con­ta­do Julia. Y estoy feliz por­que hemos habla­do con cal­ma y he recu­pe­ra­do a mi her­ma­na. No quie­ro más dis­cu­sio­nes. Sólo deseo apro­ve­char cada momen­to sin ren­cor y sin pen­sar en el pasa­do. Y eso, aun­que no lo creas, Ana, te lo debo. A ti, a tu risa y a sol que lle­vas den­tro. A pesar de que no te des cuen­ta y te sien­tas “la mujer invi­si­ble”. Así que para com­pen­sar­te te invi­to a cenar. San Fran­cis­co nos espe­ra, nena.

Mien­tras Jai lla­ma y reser­va mesa en el japo­nés de moda de Mis­sion, yo, muy apro­pia­da para el esce­na­rio que me aguar­da, estreno el ves­ti­do orien­tal que aca­bo de com­prar­me. Pare­ce que es capaz de leer mi men­te. Cuan­do sal­go del baño dis­traí­da nos tro­pe­za­mos en la entra­da del salón. Él se ha cam­bia­do de ropa y se ha pues­to un per­fu­me dis­tin­to. Me encan­ta el sán­da­lo. Lle­va una cami­sa blan­ca impe­ca­ble, igual a la que tenía en nues­tra pri­me­ra cita en Tene­ri­fe. Mis pier­nas tiem­blan sobre los taco­nes. Mare­mo­to Jai. Aler­ta máxi­ma. Él me mira de arri­ba a aba­jo y me gui­ña el ojo: ‑Estás gua­pí­si­ma, Ana. ¿Qui­zá podría­mos dejar el sushi para maña­na?

Yo le res­pon­do mien­tras pien­so que maña­na no cena­re­mos jun­tos por­que regre­so a casa y no hay vuel­ta atrás: ‑Mejor esta noche, Jai. Me ape­te­ce que me ense­ñes la ciu­dad y ver el Gol­den Gate bajo la luna.

BSO: I Fall in Love Too Easily (Miles Davis)

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos

 

Vino para dos. Capítulo 14

Lo admi­to. Des­pués de pro­ta­go­ni­zar la esce­na con Julia me sien­to ago­ta­da, vacía. La Con­de­sa Zales­ka, hija del Con­de Drá­cu­la, me ha vam­pi­ri­za­do en una sola toma. Quie­ro estar en casa, en mi cama, en mi espa­cio. Nece­si­to tum­bar­me al sol, ahu­yen­tar a los ánge­les oscu­ros que me ron­dan y dejar de son­reír para Jai un ins­tan­te.

Res­pi­ro. Días surrea­lis­tas y sen­ti­mien­tos encon­tra­dos al doblar la esqui­na del alma. Empie­zo a ser cons­cien­te de don­de me encuen­tro. Tam­bién sigo arran­can­do los péta­los de mi esqui­zo­fré­ni­ca mar­ga­ri­ta men­tal. ¿Espe­ro a Jai o aban­dono el table­ro de aje­drez? Los relo­jes blan­dos de Dalí se derri­ten en mi pecho. Sal­to del blan­co al negro en locu­ra tran­si­to­ria.

Reco­noz­co que duran­te esta huí­da fre­né­ti­ca me he sen­ti­do valio­sa. Es lo que tie­ne trans­for­mar­se en el oscu­ro obje­to de deseo –tal vez cla­ro- de un hom­bre al que ido­la­tras. Cuan­do Jai me mira me sien­to bella. Cuan­do me escu­cha, inte­li­gen­te. Me encan­ta tro­pe­zar­me con sus ojos asom­bra­dos y su den­ta­du­ra bri­llan­te al aten­der cual­quie­ra de mis ocu­rren­cias. Y que se ría. Y que me revuel­va el cabe­llo pen­san­do que estoy loca. Las his­to­rias que cono­ce mi fami­lia y he con­ta­do mil veces a mis ami­gos, son nue­vas para él. Los vinos, los sabo­res, los aro­mas com­par­ti­dos, los luga­res que pisamos…El sexo cada noche. La vida se vuel­ve un ves­ti­do a estre­nar y eso me gus­ta des­pués de acu­mu­lar tan­ta ropa sucia en mi cora­zón-lava­do­ra.

Sin embar­go, a pesar de todo, en muchos momen­tos me des­cu­bro como el tra­je lar­go de fin de año que aca­ba­rá sucio tras bai­lar toda la noche. Con que­ma­du­ras de ciga­rro, con las len­te­jue­las rodan­do por el sue­lo y guar­da­do en el arma­rio has­ta la pró­xi­ma oca­sión. Si la hay. Aho­ra que estoy sola me sien­to así. Sé que sue­na extra­ño pero son dema­sia­das emo­cio­nes con­den­sa­das en tan poco tiem­po. Y me estoy aho­gan­do aquí, en una nube, jun­to al mue­lle de San Fran­cis­co.

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

Miro a mi alre­de­dor y por fin me deci­do. Las fotos de Jai con Julia por todos los rin­co­nes del salón me pro­vo­can, me pin­chan. Mal­di­ta pola­roid. Com­pra­ré los bille­tes para lar­gar­me a Tene­ri­fe lo antes posi­ble. Si Jai resuel­ve sus con­flic­tos fami­lia­res, vuel­ve a la Isla y quie­re ver­me, allí esta­ré:  espe­rán­do­le para com­par­tir océa­nos y acro­ba­cias. Si pre­fie­re que­dar­se con su her­ma­na y los taco­nes “Empi­re Sta­te” de Julia, regre­sa­ré a mi vida de siem­pre e inten­ta­ré encon­trar a alguien nor­mal. Si es que exis­te alguien nor­mal en este pla­ne­ta deli­ran­te.

Des­pués de unos minu­tos con­cen­tra­da, loca­li­zo un bille­te para maña­na a las tres de la tar­de. Lo ten­dré en mis manos antes de que Jai vuel­va del hos­pi­tal, así no podrá con­ven­cer­me para me que­de unos días en la ciu­dad. No sé como esta­rá Clau­dia pero aho­ra sólo pue­do pen­sar en mí. El peón retro­ce­de y regre­sa a la casi­lla de sali­da. No hay vuel­ta atrás. Le doy al botón de reser­var, pon­go el núme­ro de mi  pasa­por­te, la tar­je­ta de cré­di­to y el mail. Correo reci­bi­do en déci­mas de segun­do. En unas horas esta­ré volan­do: jet lag sobre jet lag, éxo­do y exi­lio.

Con el pasa­je com­pra­do me meto en la bañe­ra. Chet Baker me fro­ta la espal­da y me susu­rra “Everything depends on you”: todo depen­de de ti. Sue­na su trom­pe­ta. Heroí­na en mis venas. Cojo un bote con gel de vai­ni­lla y cane­la y me lleno de espu­ma has­ta la pun­ta de las ore­jas. Lue­go me doy cuen­ta de que el jabón debe ser de Julia por­que es el olor que impreg­na  el  apar­ta­men­to. Sin pen­sar­lo, aga­rro con fuer­za el man­go de la ducha y me desin­fec­to con agua hir­vien­do a pre­sión.  Me arde la piel. Es el ras­tro escar­la­ta de la rei­na rubia.

Me pon­go los vaque­ros y mi abri­go azul marino para bajar a la calle. Jun­to al edi­fi­cio hay una cafe­te­ría vega­na moder­na y lumi­no­sa: “Love in the sea”. Me tomo un té con leche de soja y un carrot cake. Al fon­do, el local tie­ne una peque­ña tien­da con ropa étni­ca y bisu­te­ría de pla­ta: el típi­co espa­cio hippy-chic. Me prue­bo un ves­ti­do de seda color bur­deos con aire japo­nés,  ajus­ta­do has­ta la rodi­lla con aber­tu­ras late­ra­les. Esta hecho para mí. Se pega a mi cuer­po como si for­ma­ra par­te de mi piel pero es ele­gan­te y sutil. Creo que es lo mejor que pue­do encon­trar para nues­tra des­pe­di­da esta noche, al fin y al cabo me he com­por­ta­do como una espe­cie de geisha des­de que nos cono­ci­mos. Jun­to con el ves­ti­do me lle­vo un par de zapa­tos, un pan­ta­lón negro, dos cami­se­tas blan­cas, un collar de lapis­lá­zu­li y un abri­go de paño. Lue­go cru­zo la ace­ra y entro en una cor­se­te­ría. Arra­so con el esca­pa­ra­te. No sé para qué.

Subo de nue­vo al apar­ta­men­to, des­pués de pasear un rato jun­to al embar­ca­de­ro. Me pesa el cuer­po como si hubie­ra subi­do cin­co kilos del gol­pe. Dejo las bol­sas en un rin­cón y me tomo la ter­ce­ra copa de vino de la tar­de. Mien­tras la últi­ma gota roza mi gar­gan­ta, defino mi últi­ma juga­da en el table­ro. Cuan­do ven­ga Jai le pre­gun­ta­ré si me quie­re. Sin vuel­tas, sin reco­dos. Nece­si­to saber­lo antes de irme.

BSO: Everything depens on you de Chet Baker

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos

Vino para dos. Capítulo 13

Cin­co segun­dos de silen­cio. Escá­ner mutuo.

Ella con un ves­ti­do negro ajus­ta­do y taco­nes “Empi­re Sta­te”. Labios rojos, cabe­llo rubio per­fec­to y bol­so de Cha­nel: por­ta­da del “Vogue”.

Yo lucien­do una man­ta de cua­dros esco­ce­ses ade­re­za­da con una cami­se­ta de Jai, cal­ce­ti­nes de depor­te y pelo revuel­to. Res­tos de crois­sant en la comi­su­ra de los labios: papel de perió­di­co arru­ga­do.

Mien­tras las mira­das se cru­zan en asal­to de sables, en mi cabe­za sue­na la ban­da sono­ra de Vér­ti­go. Pura intui­ción. Aplau­sos, por favor. Nece­si­to alien­to para pro­ta­go­ni­zar esta esce­na.

-¿Y tú quién eres? Tie­nes una pin­ta horri­ble, me dice Julia.

Inglés ame­ri­cano, caí­da de pes­ta­ñas. Des­dén agre­si­vo y cara de repul­sión. Los idio­mas no son mi fuer­te pero pue­do enten­der­la per­fec­ta­men­te.

-Soy una ami­ga de Jai. ¿Quién eres tú?.

Lo sé, por supues­to. Pero en este ins­tan­te saco mi osa­día a flo­te. Nor­mal­men­te habi­ta dor­mi­da en lo más pro­fun­do de mi océano par­ti­cu­lar pero en casos extre­mos sale a la super­fi­cie a modo de sal­va­vi­das.

Ella me mira orgu­llo­sa, des­pec­ti­va, humi­llan­te, fría, sober­bia y todo el saco de sinó­ni­mos del dic­cio­na­rio: “No sé qué haces aquí, niña. I´m his wife”. Esto últi­mo tam­bién pue­do tra­du­cir­lo inme­dia­ta­men­te: “Soy su espo­sa”.

De repen­te un table­ro de aje­drez se cue­la en mi cabe­za. Fogo­na­zos en blan­co y negro. Julia se eri­ge en la rei­na. Yo soy un sim­ple peón. El rey, en el hos­pi­tal, visi­tan­do al caba­llo des­bo­ca­do. No pien­so jugar la par­ti­da. Como una torre de mar­fil me ele­vo alti­va: ‑Sí, lo eres.  Pero, por lo que me han con­ta­do, sólo has­ta que Jai arre­gle los pape­les del divor­cio. Por cier­to, cuan­do bajes las esca­le­ras, ten cui­da­do con los taco­nes. No te vayas a tor­cer un tobi­llo, que­ri­da.

Cie­rro la puer­ta de gol­pe. Ima­gino a Scar­lett O’Ha­ra  en  “Lo que el vien­to se lle­vó” hacien­do lo mis­mo. Por pri­me­ra vez en mi vida me sien­to una autén­ti­ca diva del celu­loi­de y me río. Estoy tem­blan­do. Lue­go me aso­mo por la miri­lla. La rei­na del Vogue saca su telé­fono rosa y hace una lla­ma­da que no reci­be res­pues­ta. Des­pués otra y otra. Está unos minu­tos ron­dan­do mi madri­gue­ra y al final se mar­cha. Ella y su cara de odio. Como una loba enfer­ma.

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

Refle­xiono sobre mi inter­pre­ta­ción y camino has­ta la coci­na sil­ban­do. Me sir­vo una copa de vino cali­for­niano de la bote­lla que había abier­to Jai y eli­jo a Nina Simo­ne para brin­dar con ella en este momen­to de éxta­sis supre­mo. Sue­na en mi móvil “The other woman”: La otra mujer. Soy inmen­sa­men­te feliz duran­te unos segun­dos.

Al ter­mi­nar la can­ción, des­cen­so a toda velo­ci­dad en mi mon­ta­ña rusa emo­cio­nal. Loo­ping sin cin­tu­rón de segu­ri­dad y rom­po a llo­rar estruen­do­sa­men­te. No sé que estoy hacien­do en San Fran­cis­co con un tipo que ni siquie­ra me ha dicho “te quie­ro”. Tal vez es pron­to pero lo nece­si­to. Me estoy vol­vien­do loca, supon­go.

Las lágri­mas res­ba­lan por mi ros­tro y caen sobre la man­ta. Gotas gigan­tes post-adre­na­li­na. Me sien­to sola y empie­zo a pen­sar si vol­ver a Tene­ri­fe sería una opción mejor que espe­rar a que Jai Acker­man resuel­va su vida y deci­da si for­mo par­te de ella. Ten­go mie­do de que me haya men­ti­do. Me ate­rro­ri­za hun­dir­me en el mar.

En ese momen­to recuer­do los vier­nes en los que acu­día sin fal­ta a nues­tro res­tau­ran­te jun­to al Atlán­ti­co para ver­le cenar des­de la dis­tan­cia. Me sen­tía satis­fe­cha sim­ple­men­te con obser­var al actor des­co­no­ci­do con su copa en la mano. Aho­ra he per­di­do la noción del tiem­po y la pers­pec­ti­va. ¿Qué estoy hacien­do en esta casa en medio de todos estos per­so­na­jes extra­ños?

Sigue con­mi­go Nina Simo­ne: inten­sa y vul­ne­ra­ble. Cojo el telé­fono y empie­zo a mirar vue­los de vuel­ta a Espa­ña. Qui­zá pue­da regre­sar aho­ra mis­mo a casa.

BSO:  The other woman de Nina Simo­ne

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos

 

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