Vino para dos. Capítulo 22

Jai me toma de la cin­tu­ra y me lle­va a la bar­ra. Me doy cuen­ta de que hemos baila­do abraza­dos, de que me ha acari­ci­a­do el pelo y la cara pero aún no nos hemos besa­do. Es extraño después de seis meses sin ver­nos, aunque me gus­ta. Esta vez, si es que hay vez, iré despacio.

Recor­re­mos el local pisan­do nubes –así me sien­to- y pasamos jun­to a Nora y Mar­cos que nos miran son­ri­entes sin mostrar el menor gesto de sor­pre­sa. ¿Es posi­ble que supier­an algo de esto? Y yo que pens­a­ba que había madu­ra­do. Sigo sien­do la Ana inocente de siem­pre dis­fraza­da de chi­ca lista. Aunque esta noche no me importa.

Mi amer­i­cano favorito pide dos copas de mal­vasía. Obser­vo sus manos al sacar la cartera, sus bra­zos, su camisa blan­ca impeca­ble. Escu­cho el tono de su voz cuan­do da las gra­cias al camarero. Es increíble que esté aquí, que le pue­da tocar, que pue­da ver sus pupi­las bril­lantes. Es como si estu­viera den­tro de una pelícu­la en blan­co y negro. Y ahí está él, mi pro­tag­o­nista con aire de los años cin­cuen­ta, recor­dan­do que las his­to­rias más improb­a­bles son las reales.

–Brindaré con­ti­go, Jai, pero no sé si podré acabar la copa. Estoy en el aire.  Demasi­a­do vino y demasi­adas emo­ciones en tan poco tiem­po. Además, nece­si­to vivir todos los detalles de este momento.

-Claro Ana, yo tam­bién he imag­i­na­do este instante con­ti­go. No sabes cuan­tas veces. Quiero expli­carte y que ‑si puedes- me per­dones por lo que te dije cuan­do te fuiste. Quiero que sepas que has esta­do con­mi­go todos los días: en el café del Star­bucks, en el vino de Napa, en el agua de la ducha, en las esquinas de San Fran­cis­co, en las letras del periódico…en todo.

Después de dis­cu­tir con­ti­go, cuan­do ya habías toma­do el avión de vuelta, recibí una lla­ma­da de Julia. Me dio su ver­sión del encuen­tro y entendí por qué te habías ido. Pen­sé en lla­marte y venir pero yo no esta­ba bien, Ana. Tenía que arreglar­lo todo y arreglarme por den­tro. Este tiem­po con­mi­go era un ries­go inevitable. Al día sigu­iente de mi con­ver­sación con Julia busqué un abo­ga­do y por fin empecé los trámites del divor­cio. Luego vendí la casa  y alquilé un aparta­men­to pequeño en Sausal­i­to, cer­ca del local de jazz al que fuimos cuan­do estu­viste con­mi­go. Me hacía fal­ta algo nue­vo, algo limpio jun­to al recuer­do de aque­l­la noche. Durante estos meses he inten­ta­do revis­ar mi vida, mis rela­ciones ante­ri­ores, mis com­por­tamien­tos, mis com­ple­jos… Supon­go que  tiene que ver con la infan­cia, con mi madre y mi padras­tro. O sim­ple­mente con mi for­ma de ser. Yo me creía un tipo duro, Ana, pero lo de Julia y mi her­mana me demostró que seguía sien­do un niño lleno de miedos. Y no supe ges­tionar mi vida. Sim­ple­mente huí. Ten­go que cam­biar muchas cosas y lo estoy inten­ta­do, con ayu­da. Quiero ser más fuerte, más con­fi­a­do, más yo. Quiero dejar de cor­rer hacia ningún sitio. Nece­si­to un cable a tier­ra. Y… buf… eso es todo.

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Escu­cho a Jai y no sé muy bien que decir­le. Me sor­prende y me con­quista con cada gota de sen­cillez. Mi corazón con­sta­ta que sigue enam­ora­do. Aún más. Creo que en el fon­do, sabía que volvería a encon­trar­le aunque no me imag­in­a­ba que por muy mág­i­ca que fuera esta noche, ocur­riría hoy.

-Me gus­ta oírte, pequeño Jai. Te pre­fiero así, más humano, más vul­ner­a­ble. Ya estoy har­ta de super­héroes y valientes. Además, con mi his­to­r­i­al no soy la más indi­ca­da para pedir cordura.

Nos reí­mos, nos tocamos, y volve­mos a brindar:  –¡Por las inse­guri­dades y la frag­ili­dad, para que no nos vis­iten demasi­a­do a menudo! Jun­ta­mos nues­tras copas y le doy un beso arrebata­do. Le muer­do los labios con ganas aplazadas. Me da igual que nos miren. No me impor­ta haber pen­sa­do cin­co min­u­tos antes que iba a ir despa­cio. Vivan las con­tradic­ciones. Mi Jai se merece que pise el acel­er­ador un momen­to. Y yo más.

-Una cosa. Cuén­tame cómo lle­gaste aquí, jus­to esta noche.

-Pues…bueno, Ana. Es gra­cioso. Yo pens­a­ba volver a comien­zo del ver­a­no pero ten­go que con­fe­sar que los detalles se lo debes a tu ami­go Mar­cos. Hace tres meses publiqué el libro que esta­ba escri­bi­en­do en Tener­ife cuan­do nos conoci­mos. ¿Recuer­das que era sobre los via­jes que hice durante los dos años sigu­ientes a mi mar­cha de San Fran­cis­co? Lo tit­ulé “Antes de Ana”. Pues bien, Mar­cos lo com­pró por Inter­net y me mandó un mail a la direc­ción que venía en la con­tra­por­ta­da. Me dijo que conocía a la mar­avil­losa Ana del títu­lo. Que era un tío afor­tu­na­do y que no fuera ton­to. Y bueno, así empezó nue­stro inter­cam­bio de corre­os has­ta esta noche.

-Oh, ese Mar­cos entrometi­do. Buscán­dote en las redes. Será celesti­na… Voy a acabar con él….a abrazos.

Nos reí­mos de nue­vo. Miro hacia la mesa de Nora y veo que Mar­cos le aca­ba de espetar un besazo a mi ami­ga del alma. Pero bueno, ¿todo va a pasar en San Juan?

Volve­mos a cen­trarnos en nosotros. Jai me revuelve el pelo y yo le apri­eto el hoyue­lo de la bar­bi­l­la.  -¿Y aho­ra que hare­mos, queri­do? ¿O mañana se romperá el hechizo?

-Hare­mos lo que tú quieras Ana. Estoy en tus manos. No ten­go bil­lete de vuelta y te prome­to que no voy a com­prar­lo a escon­di­das esta noche. Además, Tener­ife es el mejor lugar del mun­do para escribir.

-Eso no lo dudo, Jai. Nece­si­tas quedarte un tiem­po en mi Isla. Creo que te hace fal­ta un poco de sol y de buen vino.

-Estoy seguro, Ana. El invier­no y la pri­mav­era en San Fran­cis­co han sido muy duros.

-En cuan­to a nosotros y si ‑como buen caballero que eres- me dejas decidir, con­fieso que lo que yo quiero aho­ra es que nos conoz­camos con cal­ma. No me hace fal­ta más sus­pense, ni más vér­ti­go. No quiero pelícu­las de Hitch­cok ni actua­ciones este­lares. Nece­si­to que esto sea real. Y si va bien, ya impro­vis­are­mos. ¿Te parece?

-Me parece un plan per­fec­to y voy a for­mar parte de él si me dejas. Deseo cono­certe de ver­dad. Saber cómo res­pi­ras, cómo te mueves, quiénes son tus ami­gos. Lo ten­go muy claro: quiero vivir en el plan­e­ta Ana. ¿Puedo pedirte el visa­do esta noche?

-Que­da ust­ed for­mal­mente invi­ta­do a mi plan­e­ta, Mr. Ack­er­man. Sel­l­aré su pas­aporte al volver a casa.

-¿Comen­zamos la his­to­ria en este pun­to, entonces, Ana?

-Comen­zamos la his­to­ria, Jai.

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Vino para dos. Capítulo 21

Arde la noche, la luna y mi corazón pequeño. Que­mo recuer­dos que ya no encuen­tran espa­cio en mi cabeza recién estre­na­da. San Juan me lla­ma: vamos, Ana.

Bajo los escalones hacia la playa. Voy despa­cio, con mi vesti­do blan­co de tirantes y mis labios col­or fre­sa. Camino desnu­da de expec­ta­ti­vas y con algo de miedo en el fon­do de mi bol­si­to mági­co. Lo sacaré y lo lan­zaré entre las olas en cuan­to pue­da. Me aís­lo del rui­do, de la gente que ríe y baila. Sien­to mis lati­dos como pequeñas chis­pas azules. Gra­cias por seguir vivo, ami­go. Pens­a­ba que esta vez no podrías con­tar­lo y mírate: ahí estás, feliz y sano. Me quito las san­dalias mien­tras recor­ro la oril­la del mar a solas, en medio de otros pasos ajenos, antes de que llegue Nora. Este momen­to com­par­tido con descono­ci­dos es mío y me hace sen­tir una mujer valiente, una hechicera todopoderosa. Por fin he com­pren­di­do que la soledad es una bue­na ali­a­da. Me per­mite ser yo sin condi­men­tos, me deja res­pi­rar a mi rit­mo, cam­biar de estación sin pre­gun­tar a nadie. Es com­pre­si­va, gen­erosa, dulce.

Sue­na el telé­fono ‑como un des­per­ta­dor indis­cre­to- en medio de mi solil­o­quio. ‑Ana, te estoy vien­do jun­to a la oril­la. Estás muy gua­pa y muy bucóli­ca pero deja de soñar un rati­to y vente al quiosco del final de la playa a tomarte un vino con­mi­go. Nora me conoce muy bien.  Los pájaros de mi cabeza nun­ca dejan de aletear. Y esta noche son col­i­bríes que vue­lan sobre las hogueras. Sal­go de mi diál­o­go inte­ri­or y me pon­go en “modo exter­no” mien­tras son­río. Me gus­ta estar un poco loca, un poco en mi plan­e­ta. Es increíble pero no me había dado cuen­ta de que la are­na esta­ba tan llena de gente y de fogatas. Aho­ra, ya con­sciente, me cues­ta lle­gar a la bar­ra entre la mul­ti­tud. Cuan­do la alcan­zo, Nora me espera con mi copa en la mano. ‑No te que­jarás de que no te mimo, Ana. Hoy es tu día favorito y ten­emos que empezar a cel­e­brar­lo: un blan­co afru­ta­do para ti.

Las hogueras comien­zan a apa­garse tem­pra­no o quizá el tiem­po ha pasa­do en un instante. Lo cier­to es que cuan­do acabo el vino, ya he que­ma­do sin dra­mas el folio de penas que traía en el bol­so y voy lig­era camino de la fies­ta en “nues­tra ter­raza”. Cuan­do cru­zo la puer­ta de entra­da me cas­tañean los dientes, me arden las pes­tañas y el pul­so parece una mari­posa de col­ores. Respiro.  Menos mal que aho­ra soy una mujer sabia y esta noche no lle­vo tacones.

El local está reple­to. Parece más grande  que hace unos meses, cuan­do sólo lo habitábamos Jai, Ella Fitzger­ald y yo. O al menos eso me parecía. Aquí está nue­stro sitio, Ana, me dice Nora mien­tras señala una mesa para tres jun­to al mar. ‑Creo que sobra una sil­la. ¿O al final le dijiste lo de la cena a Car­men? Sabes que no me gus­ta demasi­a­do su energía pero bueno si a ti te cae bien, es cosa tuya. –Eyy, tran­quila, Ana, no cor­ras, me dice Nora miran­do hacia la puer­ta. Ten­emos un invi­ta­do de hon­or. Y creo que su energía es de las que te deslumbran.

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Cuan­do alzo los ojos hacia la entra­da, mi corazón da una vuelta y regre­sa a su sitio. Ahí está Mar­cos, con su son­risa de ore­ja a ore­ja. Cier­ta­mente, la visi­ta me emo­ciona y su energía me cau­ti­va. Viene direc­to hacia noso­tras y me da un abra­zo fuerte, de esos que te estru­jan has­ta el alma. –Tenía ganas de venir a Tener­ife y que mejor que en tu noche para hac­er­lo, Ani­ta. Por un segun­do, egoís­ta­mente pien­so en Jai. Me hubiera gus­ta­do que la sor­pre­sa hubiera sido él pero soy con­sciente de que es uno de mis  pen­samien­tos quiméri­cos. Eso sólo sería posi­ble es una pelícu­la román­ti­ca. Además, me encan­ta que Mar­cos haya venido a ver­nos esta noche. Nun­ca pen­sé quer­er tan­to a un ami­go en tan poco tiem­po. Con él con­fir­mo que la amis­tad es una for­ma de amor. Hay per­sonas que te fasci­nan en una sola con­ver­sación y a las que amas por lo que son y por la paz que te regalan en una mira­da. Sin más. Así que con Mar­cos en medio de noso­tras, cen­amos radi­antes aderezan­do la pas­ta con risas y con­fe­siones. Nos coge­mos de la mano, destru­imos  dog­mas y tiramos cre­dos por la bor­da.  El “trío Bak­er” vuelve a la car­ga aunque intuyo que entre Nora y Mar­cos sur­girá algo más que cama­radería. Y me gus­ta. Me gus­ta ese destel­lo de pasión que aso­ma en sus pupilas.

Después de com­par­tir propósi­tos veranie­gos y  un par de botel­las de vino vol­cáni­co, la lava empieza a calen­tar mis neu­ronas. Nece­si­to lev­an­tarme y tomar un poco de aire. –Ami­gos, aho­ra vuel­vo. Les dejo en la mejor com­pañía. Acalo­ra­da, cru­zo el local y llego has­ta una esquina escon­di­da des­de donde se ve el mar y se escucha la músi­ca. El rincón per­fec­to. Me apoyo en el bal­cón y sigo el rit­mo de las olas. Soy feliz: por fin me quiero. Y no es el efec­to del vino. Lo prometo.

De pron­to, en medio de mi eufo­ria par­tic­u­lar, comien­za a sonar la voz de Ella: “Love is here to stay”. Y can­ta para mí, lo sé. Sigo miran­do las olas, ensimis­ma­da. Se mueven a rit­mo de jazz. Parpadean, suben, bajan, chocan. Me gus­taría dan­zar con ellas, sen­tir­las en mi cuer­po. Vuel­ven los col­i­bríes a mis pen­samien­tos cuan­do perci­bo un olor famil­iar. Sán­da­lo, canela… Es imposi­ble, debo estar en mi plan­e­ta, como siem­pre. Despier­ta marcianita.

Pero no, no estoy en una nube, ni en las estrel­las. Estoy aquí en nues­tra ter­raza, la noche de San Juan. Jai me mira y me coge de la mano. Es real. Sus ojos son reales. Su olor es real. Y bail­am­os mien­tras Ella Fitzger­ald y el Atlán­ti­co nos acom­pañan. Y yo quiero llo­rar pero no me salen las lágri­mas porque estoy volan­do. Y si vue­lo no puedo llo­rar porque es imposi­ble sin gafas pro­tec­toras. Y no sé lo que pien­so, ni lo que digo, ni lo que sien­to. Aunque sé que es él. Y está aquí. Y me duele la boca del  estó­ma­go y me que­man los labios y el alma. Y soy aún más feliz que hace dos minutos.

Cuan­do ter­mi­na la can­ción y nos sep­a­ramos un momen­to, miro su cara y él sí está llo­ran­do. –Te he echa­do tan­to de menos, Ana. Yo me pel­liz­co los dedos y Jai sigue ahí, tan atrac­ti­vo como siem­pre, tan fuerte, tan  frágil, tan Jai. –Yo tam­bién he pen­sa­do mucho en ti, tan­to que he tenido que bor­rar todos mis pen­samien­tos viejos y mal­os para que cupieras en mi mente. Pero dime Jai: ¿Qué vas a hac­er ahora?

-Por lo pron­to, mirarte sin parar y tomarme una copa de mal­vasía. Vamos y te cuen­to. Vamos y me cuentas.

BSO Love Is Here To Stay de Ella Fitzgerald

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados.

 

Vino para dos. Capítulo 20

He vuel­to a pin­tar, a escribir, a bailar. Después de muchos años en penum­bra inte­ri­or, veo la luz y no en la mira­da de un hom­bre. Ayer me revisé en el espe­jo aten­ta­mente. Comien­zo a ten­er algu­nas arru­gas pero por primera vez mis ojos bril­lan sin necesi­dad de faros acce­so­rios. Sien­to que estoy empezan­do a ser yo. Un yo mejor, pau­sa­do y sober­a­no. Un yo aún enam­ora­do pero sen­sato. Me cues­ta dejar de pen­sar en Jai pero aho­ra ocu­pa otro puesto. Va detrás de mí o a mi lado pero no delante. No sé si algu­na vez me recuer­da. Si era cier­to que me quería. A veces le perci­bo en la dis­tan­cia, como un velero detrás del rompe­o­las. Otras, le noto en mí, ancla­do firme en una esquina de mi ven­trícu­lo izquier­do.  ¿Has­ta cuán­do? ¿Quién lo sabe?

En estos meses de res­ur­rec­ción des­de que volví de San Fran­cis­co han sido mila­grosas las con­ver­sa­ciones con Mar­cos. Su for­ma de ver las cosas es tan clara y limpia que es imposi­ble no con­fi­ar en sus pal­abras sabi­as. Me encan­ta pon­er el manos libres y tomar un café cuan­do sale del hos­pi­tal después de algu­na de sus inter­ven­ciones de siete horas. Y está sereno y feliz. Y me con­ta­gia la san­gre, la bilis y las neu­ronas. Ojalá todos los virus fuer­an como Marcos.

Pero además de Mar­cos, tam­bién mi ami­ga Nora ha resul­ta­do impre­scindible en la géne­sis de esta nue­va Ana: la Ana deci­di­da, la no tor­tu­ra­da. Nora es mi com­pañera en la con­sul­ta. Estu­di­amos psi­cología jun­tas, lo decidi­mos en el primer cur­so del insti­tu­to. Siem­pre ha esta­do a mi lado. Supon­go que es la her­mana que no tuve. Mi con­fi­dente en cal­ma sabe de Jai, de Pedro, de Óscar, de mi primer desamor a los quince años.  Mi pelir­ro­ja favorita se aca­ba de sep­a­rar de su mari­do, hace cin­co meses, y como tam­poco tiene hijos, además de com­par­tir horas de tra­ba­jo, pasamos muchas tardes jun­tas, oyen­do músi­ca y pase­an­do jun­to al mar.

Nora cono­ció a mi ángel Mar­cos hace un par de sem­anas. Via­jamos a un fes­ti­val de jazz en Grana­da. Hom­e­na­je a Chet Bak­er y hom­e­na­je a la amis­tad, a la antigua y a la recién naci­da. Me mar­avil­ló la com­pli­ci­dad que surgió durante la cena de pre­sentación. Tres almas embar­gadas que encuen­tran su reden­ción en una copa de vino jun­to a La Alham­bra. “Los peca­dos nos harán libres”, reza aho­ra el lema del “Trío Bak­er”. Después de un fin de sem­ana reple­to de instan­táneas ‑de ésas que cuel­gas en la nev­era para son­reír al bus­car una man­zana- Nora me con­fesó que Mar­cos la había cau­ti­va­do. Su cabeza orde­na­da, sus manos de ciru­jano, su voz tem­pla­da y sedante… Sospe­cho que a mí tam­bién me habrían enam­ora­do si Jai no con­tin­uara vara­do en mi pecho.

 

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Fotografía de Noe­mi Martin

Admi­to que a veces he tenido la tentación de coger el móvil y enviar­le un men­saje. Algu­nas noches de insom­nio pon­go el telé­fono jun­to al vaso de leche con miel y le veo al otro lado del mun­do. Le imag­i­no salien­do del tra­ba­jo, escri­bi­en­do de via­jes en su orde­nador, yen­do a cenar al Kuro­sawa, proban­do vinos nuevos. Debo ser una ingen­ua pero nun­ca le pien­so con otra mujer. Le sien­to solo, sanán­dose, como yo.

Lo cier­to es que los meses pasan y mi vida con­tinúa. En la con­sul­ta puedo dar con­se­jos que aho­ra me creo y en mi día a día todo se va ponien­do en su sitio. Como un puz­zle gigante. Pre­fiero aprovechar la luz para nadar, leer y recon­stru­irme. Lo de salir después de la pues­ta de sol lo dejo sólo para ir a algu­na cena o un concier­to. Quizá me estoy volvien­do un poco bea­ta. Eso dice Nora.

Esta noche, sin embar­go, es espe­cial, úni­ca. Es mi noche favorita del año. Ni trein­ta y uno de diciem­bre, ni navi­dad, ni cumpleaños. A mí me apa­siona la magia de San Juan. Lo poco que que­da por que­mar de la Ana apoc­a­da y vac­ilante, arderá para siem­pre al salir las estrel­las. Ten­drá que ser así porque hoy me toca ser valiente. Cuan­do se apaguen las hogueras en la playa, comien­za una fies­ta en “nues­tra ter­raza” jun­to al Atlán­ti­co. No la he pisa­do des­de la últi­ma vez que cené con Jai, en mi otra vida, hace seis meses. Aunque he pen­sa­do que tal vez no sea bue­na idea volver sobre mis pasos, Nora insiste en que es lo últi­mo que me que­da por hac­er para nac­er de nue­vo. Y ésta es la noche.

Sobre la cama veo mi vesti­do blan­co, mis san­dalias planas y mi áni­mo atre­v­i­do. Tam­bién está mi bol­so de cristal­i­tos azules car­ga­do de sueños y hechizos. Ojalá no me arrepi­en­ta cuan­do al volver apague la luz de mi habitación y abra la ven­tana para que entre el aro­ma a alquimia y madera que­ma­da. San Juan me espera.

BSO: Let’s Get Lost Chet Baker

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Vino para dos. Capítulo 19

Ater­ricé en Tener­ife hace seis meses. No he sabido nada de Jai en este tiem­po. A pesar de que  habi­ta mul­ti­pli­ca­do en mis neu­ronas y de que lo perci­bo en cada can­ción y en cada gota de vino que pasa por mi gar­gan­ta, estoy tran­quila. Ten­go la certeza de que algún día nos encon­traremos y todo será sen­cil­lo. Supon­go que podré expli­car­le que com­pré el bil­lete de vuelta después de encon­trarme con Julia en su aparta­men­to y llen­arme de angus­tia. Imag­i­no que seré capaz de hablar­le abier­ta­mente de mi male­ta de miedos y com­ple­jos. No espero nada. Quizá no lleg­amos a cono­cer­nos lo sufi­ciente. No añoro imposi­bles pero sé que nues­tras vidas revueltas volverán a tropezarse en algún tic-tac de nues­tra existencia.

Durante estos meses he revisa­do mi cere­bro y he hecho limpieza de sen­timien­tos y cul­pas. He pasa­do el cepil­lo por cada esquina de mi alma y he fro­ta­do a con­cien­cia mi corazón man­cha­do de dudas. Una hoguera imag­i­nar­ia. Una niña que saltan­do alrede­dor se con­vierte en mujer mien­tras arden sus mis­e­rias. Así he pasa­do estos cien­to ochen­ta días sin Jai.

En el vue­lo de San Fran­cis­co a Madrid conocí a Mar­cos, mi ángel de la guar­da. Cosas que suce­den en aviones transoceáni­cos: asien­tos con­tigu­os, his­to­rias que coin­ci­den y un plan­e­ta que con­tar. Llev­a­ba tres horas escri­bi­en­do ver­sos com­pul­si­va­mente sin pro­bar boca­do des­de la cena con Jai la noche ante­ri­or, cuan­do pasó un sobre­car­go ofre­cien­do bebi­da. –Una botel­li­ta de tin­to cal­i­for­ni­ano, por favor. Llené la copa de plás­ti­co y me lo tomé de golpe. Sin pen­sar. Direc­to al corazón como una flecha líqui­da. A los dos min­u­tos esta­ba marea­da y res­pi­ran­do entrecor­tada­mente. Mar­cos me miró de reo­jo y me pre­gun­tó en voz baja si esta­ba bien. Dos vasos de agua, un par de choco­lati­nas y seis horas bas­taron para desple­gar mi vida sobre la mesi­ta acce­so­ria. Mejor que cualquier pelícu­la de estreno.

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Mar­cos tenía cin­cuen­ta años y era médi­co, ciru­jano cardía­co. Aunque ya en casa me di cuen­ta de que era un tipo muy atrac­ti­vo, en medio de la zozo­bra no me habría per­cata­do ni del azul de los ojos de Paul New­man. Todo era negro. Todo daba igual. Lo úni­co que me atrapó de su per­sona fue su tono amable y llano, y, sobre todo, su capaci­dad para extir­par mi ataque de dolor de un pluma­zo. Con del­i­cadeza extrema. Él sabía per­fec­ta­mente lo que era vivir atra­pa­do en el gris porque había cam­i­na­do una mon­taña pare­ci­da a la mía: un padre exi­gente y severo, muchos fra­ca­sos y un corazón des­gar­ra­do y recom­puesto a base de amor pro­pio. La mejor sutu­ra, según me contó.

Hablam­os y nos con­fe­samos here­jías sin pudor, como si nos cono­ciéramos de otro tiem­po, de otro espa­cio. Esa con­ver­sación mág­i­ca entre rui­do de motores, lágri­mas y son­risas cer­canas, cam­bió la direc­ción de mis pasos. Cuan­do nos des­ped­i­mos en Madrid con un abra­zo y la prome­sa de seguir en con­tac­to, me di cuen­ta de que no podía seguir amar­ra­da a la oscuri­dad de mis pen­samien­tos para siem­pre. Tenía que abrir ven­tanas al lle­gar a casa. Aire, luz, cal­ma, confianza…eso necesitaba.

Me costó con­tar­le a mi madre que tal y como augura­ba, las cosas con Jai no habían sali­do bien. Pero, para mi sor­pre­sa, no me regañó como otras veces. Creo que no pudo porque ya no esta­ba ante una niña llorosa. Imag­i­no que se dio cuen­ta de que había empeza­do a cre­cer de golpe. Así que por primera vez nos encon­tramos cara a cara como dos mujeres ser­e­nas y fran­cas. Y me gustó sen­tirme así. Esta­ba bien eso de ser fuerte.

Días más tarde me sen­té en mi habitación y mien­tras escuch­a­ba a  Nina Simone escribí una larga car­ta a mi padre: le di las gra­cias por la vida recibi­da pero tam­bién le rogué una tregua per­pet­ua. Yo no aspira­ba a ser la mejor, no desea­ba ser una mujer per­fec­ta. Tam­poco quería morir de un infar­to en un despa­cho como le había suce­di­do a él. Sólo anhela­ba una exis­ten­cia tran­quila. Úni­ca­mente nece­sita­ba empezar a amarme para apren­der a amar bien. Al ter­mi­nar la car­ta la metí en una botel­la de vino vacía y me acerqué al muelle. Esta­ba feliz. La tiré al Atlán­ti­co una noche de luna llena. Sabía que bucearía lig­era entre estrel­las y cabal­li­tos de mar has­ta encon­trar sus cenizas sal­adas y entre­gar­les mi mensaje.

BSO: Tomor­row Is My Turn Nina Simone

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Vino para dos. Capítulo 18

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La vida me per­sigue para abrazarme.
Yo sal­go huyendo.
Vino por copas que huele a rabia. Tapas de penas con pan caliente.
La vida me apri­siona para quererme.

Male­ta sin can­da­do. No hay contraseña.
Espérame en mi muerte. Jazz en mis venas.
Funes­ta y cie­ga: cómeme sin pudores, bébe­me entera.

Guardan­do el pas­aporte, cier­ro la puerta.
Tu ros­tro me acom­paña por la escalera.
Yo voy dejan­do migas por si volviera. Quizás en otro tiempo.
Bus­caré tu son­risa en la car­retera. En las gotas de vino y en la nevera.

La vida me acor­rala en el aeropuerto.
En las pan­tallas grandes, en los rincones.
Las azafa­tas ríen. No entien­den nada.
Están velando a un muer­to. No les da pena.

Las alas se me rompen. Hia­to indeleble.
Temores, puñal­adas. Incertezas errantes.
Lágri­mas que no lloro.
Y en mis cenizas que­da el olor de tu cuerpo.

La vida me ator­men­ta mien­tras me quemo.
Ya no quedan reta­zos de lo que era.
Sólo un tro­zo de Ana, pequeño y triste
que deja estos dolores en su cuaderno.

BSO The End of A Love Affair de Bil­lie Holiday

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

Vino para dos. Capítulo 17

Fin de la actuación en Sausal­i­to. Jai se despi­de de los dueños del “Chico & Rita” y ponemos rum­bo al aparta­men­to. Es la una de la mañana cuan­do el taxi cruza de nue­vo el Gold­en Gate. Com­bustible en las arte­rias, lava calen­tan­do mi alma. Es lo que tiene la músi­ca. El can­san­cio se ha esfu­ma­do. Adiós jet lag.

Mien­tras atrav­es­amos la ciu­dad, pien­so en las cosas increíbles que han ocur­ri­do en las últi­mas vein­tic­u­a­tro horas. Puro real­is­mo mági­co. Impro­visan­do con cada inspiración, como en un concier­to de jazz. La lla­ma­da a Jai, el vue­lo de Croa­cia a San Fran­cis­co, mi encuen­tro con Julia, la cena japone­sa en el Kuro­sawa, sus pal­abras, mis lágri­mas, la rec­on­cil­iación de Jai y su her­mana Clau­dia… Después de todo esto, imag­i­no que los uni­cornios azules real­mente exis­ten. Tal vez el amor ver­dadero. Y las mujeres-tio­vi­vo como yo, que le dan vuelta a los sen­timien­tos cien mil veces.

Al lle­gar al dúplex en Mari­na, subi­mos las escaleras lenta­mente. El ascen­sor no fun­ciona. Yo voy delante y Jai me empu­ja mien­tras aprovecha para acari­cia­rme. Cuan­do la puer­ta se abre, vuelve el olor a vainil­la que llena la casa. Es el fan­tas­ma de Julia que me atraviesa, ¿el pasa­do que todo lo invade? ¿Estoy segu­ra de que no es el pre­sente o el futuro? A fin de cuen­tas, dos años después siguen casa­dos. Tal vez Jai esper­a­ba reen­con­trarse con ella algún día y solu­cionarlo todo. De repente, me per­ca­to de que han desa­pare­ci­do sus fotos del salón. Supon­go que él las ha quita­do para no inco­modarme, aunque no sé en qué momento.

Nos besamos son­rien­do entre los cojines del sil­lón rojo. En la coci­na. En el pasil­lo. Atrav­es­amos sin miedo las vías del tren que lle­van al dor­mi­to­rio. Pon­go a mi ami­go Chet Bak­er en el móvil y lo dejo sonan­do en la mesil­la, jun­to a la cama. Quiero que esté con nosotros esta noche, una vez más. Trío con­sen­ti­do. Tor­men­toso Chet, casi tan­to como yo.

Cuan­do Jai Ack­er­man se qui­ta la camisa y la deja sobre la sil­la, con­tem­p­lo de nue­vo sus pecas sobre los hom­bros: astros pequeños, hormi­gas, gra­nos de are­na de este a oeste… Sus bra­zos fuertes y suaves, su cin­tu­ra poéti­ca, sus pier­nas firmes. Mi vesti­do de seda cae sobre el par­qué y los tacones quedan a un lado mien­tras bail­am­os abraza­dos. La brisa del mar se cuela por la ven­tana y la luz de una faro­la ilu­mi­na su son­risa, noc­tilu­ca oceáni­ca. Después, dibu­ja suave­mente sobre mi espal­da. Como un mán­dala gigante, me col­orea con sus dedos tibios. Me can­ta al oído, me saborea, me bebe. Entre sor­bo y sor­bo, olvi­do que he deci­di­do mar­charme. Después, aparto de mis entrañas cansadas las pal­abras obsesi­vas de mi padre: “nun­ca eres lo sufi­cien­te­mente bue­na, Ani­ta. No tienes madera de ganado­ra, déjalo”.

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Fotografía de Noe­mi Martin.

Chet con­tinúa tocan­do en el altavoz de mi telé­fono. Lo oigo suave y lejano casi entre sueños, con el sabor bal­sámi­co de Jai tat­u­a­do en mis labios. De repente un men­saje en mi móvil, retum­ba en la mesil­la y rompe el hechizo. De man­era instin­ti­va, cojo el telé­fono y miro la pan­talla que nos enfo­ca direc­ta a los ojos: su vue­lo con des­ti­no a Madrid se retrasa has­ta las 17.00 horas. Yo sus­piro y Jai me pre­gun­ta sor­pren­di­do: ‑Ana, ¿qué es ese aviso?

Me que­do par­al­iza­da. No puedo con­tes­tar. He per­di­do trein­ta años de golpe y soy una niña al bor­de del abismo.

-¿Te vas, aho­ra?  Jai se incor­po­ra y enciende la luz. Me mira y me apuñala con tris­teza. Ter­cer gra­do asesino del hom­bre que amo.

-Déjame que te explique. Esta­ba confundida.

-No hay nada que explicar, Ana. Lár­gate ya. El avión te espera. No te entien­do. Te he dicho que te quiero. Te he habla­do de mis inse­guri­dades, de mis secre­tos. Y tú te vas. Te ríes de mí, como Julia. Eres igual.  Y yo no quiero más locas en mi vida.

Luego se lev­an­ta y se viste. No me mira.  Oigo un por­ta­zo que retum­ba en mis oídos.

Me sien­to desnu­da en la esquina de la cama. Jai no se merece una mujer como yo. Es demasi­a­do bueno para mí. Mi padre tenía razón.

Reco­jo mis cosas. No ten­go nada. Ni siquiera lágri­mas. Sue­na “Every time we say goodbye”.

Adiós, Jai.

BSO:  Every Time We Say Good­bye por Chet Baker

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Vino para dos. Capítulo 16

Jai besa con dulzu­ra mis labios y oigo caer un ladrillo de mi mural­la. Luego lla­ma a un taxi que nos lle­va direc­to al 1085 de Mis­sion Street. Ha oscure­ci­do des­de que bajé a la calle y las luces de la ciu­dad gol­pean los cristales del coche. Me der­rum­bo sobre mis stilet­tos negros  pero quiero dis­fru­tar de mi primera y últi­ma noche en San Fran­cis­co. Como si mañana fuera a estrel­larme en el avión de regre­so a casa. Aho­ra me pre­gun­to si he hecho bien com­pran­do el bil­lete a Tener­ife. Soy un hám­ster dan­do vueltas en cír­cu­los. Una carpa roja en una pecera dora­da. Me ago­ta ser yo mis­ma y  escuchar mis inse­guri­dades. Y enci­ma, después de estar tocan­do la trompe­ta en la casa de Jai, vuel­ven a acosarme los pen­samien­tos sobre mi padre. Su necesi­dad de que siem­pre fuese la niña per­fec­ta me mar­t­i­riza y acom­ple­ja. Stop, stop, stop…Para, Ana.

El restau­rante Kuro­sawa está en una antigua acad­e­mia de idiomas. En la puer­ta de cristal nos recibe el chef que abraza a mi acom­pañante y me salu­da con ros­tro amable. Es un tipo curioso: un japonés altísi­mo vesti­do de samurái que, según me cuen­ta Jai,  dirige un pro­gra­ma de coci­na en la NBC y al que conoce des­de sus comien­zos. Después de entrar, cruzamos un pasil­lo estre­cho donde la gente cena sen­ta­da en pupitres negros ilu­mi­na­dos con velas y lleg­amos a una pequeña sali­ta apartada.

-Para ti el despa­cho del direc­tor, ami­go.  Te he echa­do de menos, le dice el japonés a Jai mien­tras nos aco­mo­da en una mesi­ta a ras del sue­lo. Luego enciende  una radio antigua donde sue­na Coltrane y prom­ete molestarnos sólo para traer el vino y el menú degustación.

Con una copa en la mano derecha  y los palil­los en la izquier­da, pasa­dos veinte min­u­tos, asalto a mi amer­i­cano insond­able. Ten­go las armas ade­cuadas. Un tar­tar de atún picante y unos makis de foie nos con­tem­plan expec­tantes. Él me está hablan­do entu­si­as­ma­do de las bode­gas de su padras­tro en Napa y yo le inter­rumpo con ojos de sashi­mi: crudos y fríos. -¿Tú me quieres?

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Fotografía de Noe­mi Martin.

Jai me mira sor­pren­di­do y deja el vino sobre la mesa. Sus­pi­ra. — ¿Te acuer­das de lo primero que te dije cuan­do nos conoci­mos, Ana? Yo me que­do calla­da. Ese día esta­ba tan nerviosa que no oí sus pal­abras. ‑Yo lo recuer­do per­fec­ta­mente,  añade: “Me he toma­do la lib­er­tad de pedir la cena. Después de catorce sem­anas mirán­dote a escon­di­das mien­tras comes y sueñas, creo que sé lo que te gus­ta”. Son­río nerviosa con su respues­ta y él coge mi mano. ‑Pues sí, Ana. Tú pens­abas que ibas a verme a mí y yo esper­a­ba cada viernes para encon­trarte en la dis­tan­cia, como un náufra­go divisan­do un faro entre la cal­i­ma. Y te observ­a­ba con tu copa como un cachor­ro inde­fen­so. Tan inde­fen­so como yo, Jai el valiente. Y, ¿sabes una cosa?: “Quería con­ver­tirme en que­so para ser devo­ra­do con avidez y desea­ba ser vino para deslizarme por tu boca. Y colarme en tu inte­ri­or y ver qué pens­abas y cómo sen­tías. Y tan­tos y…”

No puedo evi­tar­lo. Estoy tem­b­lan­do y lloro. Los suyos son mis pen­samien­tos cuan­do le observ­a­ba a través de la cristalera nue­stros viernes jun­to al Atlán­ti­co. Mis lágri­mas no son gotas  finas. Son cuar­zos sin labrar a la deri­va que caen estru­en­dosos sobre la mesa de bam­bú. Lloro de feli­ci­dad, de incredul­i­dad, de estu­pid­ez.  Lloro y Jai pone su copa bajo mis ojos, son­rien­do con los suyos: — “agua de llu­via, mal­vasía puro. Pues claro que te quiero”.

Cuan­do ter­mi­namos de cenar, nos des­ped­i­mos del “chef samurái”  y tomamos un taxi hacia Sausal­i­to, una población al otro lado del Gold­en Gate. Vamos a un concier­to de jazz en uno de los  locales donde solía actu­ar Clau­dia. Por el camino, Jai me susurra al oído que después de tan­to tiem­po se siente fuerte, que con­mi­go a su lado se atreve a todo. Que ya no tiene que aparentar lo que no es. Mien­tras él se con­fiesa sin reser­vas, yo me sien­to una men­tirosa patética.

La noche es pre­ciosa y el Puente parece un braza­lete de oro sobre la Bahía. Hace tiem­po que no veo una ima­gen tan boni­ta. El bar de Sausal­i­to está lleno pero podemos entrar sin prob­le­mas. Jai conoce a todo el mun­do y todos se sor­pren­den grata­mente al encon­trar­le de nue­vo en la ciu­dad. Le veo feliz.

Después de pasar por la bar­ra, nos sen­ta­mos jun­to al esce­nario. Hay dos tabu­retes libres para nosotros. Un grupo ver­siona “Sum­mer­time”. La voz de la can­tante se parece muchísi­mo a la de Sarah Vaugh­an y me emo­ciono. Jai me abraza. Sien­to su olor y sus manos fuertes cuidán­dome. Tal vez sea cier­to que me ama. Yo aún no le he dicho que mañana regre­so a Tener­ife porque, una vez más, sen­tí  que perdía  el con­trol de mi vida y tuve miedo. Vuel­vo a casa porque soy una estúp­i­da. Me voy porque sigo sin creer que un hom­bre como Jai pue­da estar enam­ora­do de mí y no quiero sufrir. Esta his­to­ria tiene que empezar o acabar ya.

BSO : Sum­mer­time por Sarah Vaughan

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Vino para dos. Capítulo 15

Estoy marea­da. Demasi­a­do vino en  vena.  A pesar de  todo, mi plan sigue en pie: en mayús­cu­las y con letra “Times New Roman”. Sin con­ce­siones, sin col­or azul nube, sin “Com­ic Sans” que valga.

Una estro­fa de Bob Dylan se escribe en mi cere­bro de lado a lado: “¿Pero tú me quieres o sólo esperas que me vaya bien? ¿is your love in vane?” Jai  ten­drá que respon­derme si los días que hemos pasa­do jun­tos han sido en vano o habrá segun­da parte. Supon­go que estas cosas jamás deben pre­gun­tarse a que­mar­ropa. Que hay que esper­ar a que el pro­tag­o­nista mas­culi­no con­fiese que te ama como en cualquier pelícu­la román­ti­ca que se pre­cie. Y luego esbozar un tími­do “yo tam­bién” con son­risa tur­ba­da y ojos vac­ilantes. Pero, no. Mis his­to­rias siem­pre aca­ban mal y es hora de cam­biar el argumento.

Camino por el aparta­men­to sin rum­bo fijo. Olfa­teo. Escu­d­riño. Paso de no quer­er ver nada de lo que me rodea a trans­for­marme en el detec­tive Fer­gus­son en Vér­ti­go. Al final del salón hay unas escaleras a la parte alta. El dúplex es inmen­so. Cua­tro habita­ciones, dos baños, la sala y una coci­na roja con enormes ven­tanales. Tam­bién una ter­raza gigante en la segun­da plan­ta jun­to a una bib­liote­ca en la que, además de un mon­tón de libros antigu­os, encuen­tro una Bach Stradi­var­ius como la que me regaló mi padre cuan­do era niña. Me acer­co a la trompe­ta y la tomo en mis manos. La acari­cio emo­ciona­da mien­tras se con­vierte en mi Jai de bronce. Hace sem­anas que no prac­ti­co y lo noto porque mi fuerza no es la mis­ma de siem­pre. Sin embar­go, a pesar de estar cansa­da, inhalo, sop­lo y me inun­da un alien­to descono­ci­do que me lle­va volan­do has­ta el plan­e­ta Ana. Ya en tier­ra, me rela­jo y son­río men­tal­mente mien­tras toco “I fall in love too eas­i­ly”. Y es cier­to: me enam­oro demasi­a­do fácil­mente. Pero esta vez con razón. Es sen­cil­lo enam­orarse del frágil y férreo Jai.

Estoy inm­er­sa en el sonido de la trompe­ta y puedo aspi­rar el aro­ma de las notas que va for­jan­do. Hue­len a vida. Tam­bién a nos­tal­gia. De repente, noto una mano sobre mi hom­bro y me sobre­co­jo. Me doy la vuelta y es él que me mira con ojos húme­dos y después me besa el cuel­lo, rozán­do­lo con sus dedos fuertes y erizán­dome la piel has­ta el límite, como siempre.

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Fotografía de Noe­mi Martin

-Clau­dia está bien, me dice. Está con­sciente y se recu­per­ará sin secue­las. El acci­dente de moto fue menos grave de lo que me había con­ta­do Julia. Y estoy feliz porque hemos habla­do con cal­ma y he recu­per­a­do a mi her­mana. No quiero más dis­cu­siones. Sólo deseo aprovechar cada momen­to sin ren­cor y sin pen­sar en el pasa­do. Y eso, aunque no lo creas, Ana, te lo debo. A ti, a tu risa y a sol que llevas den­tro. A pesar de que no te des cuen­ta y te sien­tas “la mujer invis­i­ble”. Así que para com­pen­sarte te invi­to a cenar. San Fran­cis­co nos espera, nena.

Mien­tras Jai lla­ma y reser­va mesa en el japonés de moda de Mis­sion, yo, muy apropi­a­da para el esce­nario que me aguar­da, estreno el vesti­do ori­en­tal que acabo de com­prarme. Parece que es capaz de leer mi mente. Cuan­do sal­go del baño dis­traí­da nos tropezamos en la entra­da del salón. Él se ha cam­bi­a­do de ropa y se ha puesto un per­fume dis­tin­to. Me encan­ta el sán­da­lo. Lle­va una camisa blan­ca impeca­ble, igual a la que tenía en nues­tra primera cita en Tener­ife. Mis pier­nas tiem­blan sobre los tacones. Mare­mo­to Jai. Aler­ta máx­i­ma. Él me mira de arri­ba a aba­jo y me guiña el ojo: ‑Estás guapísi­ma, Ana. ¿Quizá podríamos dejar el sushi para mañana?

Yo le respon­do mien­tras pien­so que mañana no cenare­mos jun­tos porque regre­so a casa y no hay vuelta atrás: ‑Mejor esta noche, Jai. Me apetece que me enseñes la ciu­dad y ver el Gold­en Gate bajo la luna.

BSO: I Fall in Love Too Eas­i­ly (Miles Davis)

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Vino para dos. Capítulo 14

Lo admi­to. Después de pro­tag­oni­zar la esce­na con Julia me sien­to ago­ta­da, vacía. La Con­de­sa Zales­ka, hija del Conde Drácu­la, me ha vam­p­i­riza­do en una sola toma. Quiero estar en casa, en mi cama, en mi espa­cio. Nece­si­to tum­barme al sol, ahuyen­tar a los ánge­les oscuros que me ron­dan y dejar de son­reír para Jai un instante.

Respiro. Días sur­re­al­is­tas y sen­timien­tos encon­tra­dos al doblar la esquina del alma. Empiezo a ser con­sciente de donde me encuen­tro. Tam­bién sigo arran­can­do los péta­los de mi esquizofréni­ca mar­gari­ta men­tal. ¿Espero a Jai o aban­dono el tablero de aje­drez? Los relo­jes blan­d­os de Dalí se der­riten en mi pecho. Salto del blan­co al negro en locu­ra transitoria.

Reconoz­co que durante esta huí­da frenéti­ca me he sen­ti­do valiosa. Es lo que tiene trans­for­marse en el oscuro obje­to de deseo –tal vez claro- de un hom­bre al que idol­a­tras. Cuan­do Jai me mira me sien­to bel­la. Cuan­do me escucha, inteligente. Me encan­ta tropezarme con sus ojos asom­bra­dos y su den­tadu­ra bril­lante al aten­der cualquiera de mis ocur­ren­cias. Y que se ría. Y que me revuel­va el cabel­lo pen­san­do que estoy loca. Las his­to­rias que conoce mi famil­ia y he con­ta­do mil veces a mis ami­gos, son nuevas para él. Los vinos, los sabores, los aro­mas com­par­tidos, los lugares que pisamos…El sexo cada noche. La vida se vuelve un vesti­do a estre­nar y eso me gus­ta después de acu­mu­lar tan­ta ropa sucia en mi corazón-lavadora.

Sin embar­go, a pesar de todo, en muchos momen­tos me des­cubro como el tra­je largo de fin de año que acabará sucio tras bailar toda la noche. Con que­maduras de cig­a­r­ro, con las lente­jue­las rodan­do por el sue­lo y guarda­do en el armario has­ta la próx­i­ma ocasión. Si la hay. Aho­ra que estoy sola me sien­to así. Sé que sue­na extraño pero son demasi­adas emo­ciones con­den­sadas en tan poco tiem­po. Y me estoy ahogan­do aquí, en una nube, jun­to al muelle de San Francisco.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Miro a mi alrede­dor y por fin me deci­do. Las fotos de Jai con Julia por todos los rin­cones del salón me provo­can, me pin­chan. Maldita polaroid. Com­praré los bil­letes para largarme a Tener­ife lo antes posi­ble. Si Jai resuelve sus con­flic­tos famil­iares, vuelve a la Isla y quiere verme, allí estaré:  esperán­dole para com­par­tir océanos y acroba­cias. Si pre­fiere quedarse con su her­mana y los tacones “Empire State” de Julia, regre­saré a mi vida de siem­pre e inten­taré encon­trar a alguien nor­mal. Si es que existe alguien nor­mal en este plan­e­ta delirante.

Después de unos min­u­tos con­cen­tra­da, local­i­zo un bil­lete para mañana a las tres de la tarde. Lo ten­dré en mis manos antes de que Jai vuel­va del hos­pi­tal, así no podrá con­vencerme para me quede unos días en la ciu­dad. No sé como estará Clau­dia pero aho­ra sólo puedo pen­sar en mí. El peón retro­cede y regre­sa a la casil­la de sal­i­da. No hay vuelta atrás. Le doy al botón de reser­var, pon­go el número de mi  pas­aporte, la tar­je­ta de crédi­to y el mail. Correo recibido en déci­mas de segun­do. En unas horas estaré volan­do: jet lag sobre jet lag, éxo­do y exilio.

Con el pasaje com­pra­do me meto en la bañera. Chet Bak­er me fro­ta la espal­da y me susurra “Every­thing depends on you”: todo depende de ti. Sue­na su trompe­ta. Heroí­na en mis venas. Cojo un bote con gel de vainil­la y canela y me lleno de espuma has­ta la pun­ta de las ore­jas. Luego me doy cuen­ta de que el jabón debe ser de Julia porque es el olor que impreg­na  el  aparta­men­to. Sin pen­sar­lo, agar­ro con fuerza el man­go de la ducha y me desin­fec­to con agua hirvien­do a pre­sión.  Me arde la piel. Es el ras­tro escar­la­ta de la reina rubia.

Me pon­go los vaque­ros y mi abri­go azul mari­no para bajar a la calle. Jun­to al edi­fi­cio hay una cafetería veg­ana mod­er­na y lumi­nosa: “Love in the sea”. Me tomo un té con leche de soja y un car­rot cake. Al fon­do, el local tiene una pequeña tien­da con ropa étni­ca y bisutería de pla­ta: el típi­co espa­cio hip­py-chic. Me prue­bo un vesti­do de seda col­or bur­deos con aire japonés,  ajus­ta­do has­ta la rodil­la con aber­turas lat­erales. Esta hecho para mí. Se pega a mi cuer­po como si for­mara parte de mi piel pero es ele­gante y sutil. Creo que es lo mejor que puedo encon­trar para nues­tra des­pe­di­da esta noche, al fin y al cabo me he com­por­ta­do como una especie de geisha des­de que nos conoci­mos. Jun­to con el vesti­do me lle­vo un par de zap­atos, un pan­talón negro, dos camise­tas blan­cas, un col­lar de lapis­lázuli y un abri­go de paño. Luego cru­zo la acera y entro en una corsetería. Arra­so con el escaparate. No sé para qué.

Subo de nue­vo al aparta­men­to, después de pasear un rato jun­to al embar­cadero. Me pesa el cuer­po como si hubiera subido cin­co kilos del golpe. Dejo las bol­sas en un rincón y me tomo la ter­cera copa de vino de la tarde. Mien­tras la últi­ma gota roza mi gar­gan­ta, defi­no mi últi­ma juga­da en el tablero. Cuan­do ven­ga Jai le pre­gun­taré si me quiere. Sin vueltas, sin reco­dos. Nece­si­to saber­lo antes de irme.

BSO: Every­thing depens on you de Chet Baker

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Vino para dos. Capítulo 13

Cin­co segun­dos de silen­cio. Escán­er mutuo.

Ella con un vesti­do negro ajus­ta­do y tacones “Empire State”. Labios rojos, cabel­lo rubio per­fec­to y bol­so de Chanel: por­ta­da del “Vogue”.

Yo lucien­do una man­ta de cuadros esco­ce­ses adereza­da con una camise­ta de Jai, cal­cetines de deporte y pelo revuel­to. Restos de crois­sant en la comisura de los labios: papel de per­iódi­co arrugado.

Mien­tras las miradas se cruzan en asalto de sables, en mi cabeza sue­na la ban­da sono­ra de Vér­ti­go. Pura intu­ición. Aplau­sos, por favor. Nece­si­to alien­to para pro­tag­oni­zar esta escena.

-¿Y tú quién eres? Tienes una pin­ta hor­ri­ble, me dice Julia.

Inglés amer­i­cano, caí­da de pes­tañas. Des­dén agre­si­vo y cara de repul­sión. Los idiomas no son mi fuerte pero puedo enten­der­la perfectamente.

-Soy una ami­ga de Jai. ¿Quién eres tú?.

Lo sé, por supuesto. Pero en este instante saco mi osadía a flote. Nor­mal­mente habi­ta dormi­da en lo más pro­fun­do de mi océano par­tic­u­lar pero en casos extremos sale a la super­fi­cie a modo de salvavidas.

Ella me mira orgul­losa, despec­ti­va, humil­lante, fría, sober­bia y todo el saco de sinón­i­mos del dic­cionario: “No sé qué haces aquí, niña. I´m his wife”. Esto últi­mo tam­bién puedo tra­ducir­lo inmedi­ata­mente: “Soy su esposa”.

De repente un tablero de aje­drez se cuela en mi cabeza. Fog­o­na­zos en blan­co y negro. Julia se erige en la reina. Yo soy un sim­ple peón. El rey, en el hos­pi­tal, vis­i­tan­do al cabal­lo des­bo­ca­do. No pien­so jugar la par­ti­da. Como una torre de marfil me ele­vo alti­va: ‑Sí, lo eres.  Pero, por lo que me han con­ta­do, sólo has­ta que Jai arregle los pape­les del divor­cio. Por cier­to, cuan­do bajes las escaleras, ten cuida­do con los tacones. No te vayas a torcer un tobil­lo, querida.

Cier­ro la puer­ta de golpe. Imag­i­no a Scar­lett O’Hara  en  “Lo que el vien­to se llevó” hacien­do lo mis­mo. Por primera vez en mi vida me sien­to una autén­ti­ca diva del celu­loide y me río. Estoy tem­b­lan­do. Luego me aso­mo por la mir­il­la. La reina del Vogue saca su telé­fono rosa y hace una lla­ma­da que no recibe respues­ta. Después otra y otra. Está unos min­u­tos ron­dan­do mi madriguera y al final se mar­cha. Ella y su cara de odio. Como una loba enferma.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Reflex­iono sobre mi inter­pretación y camino has­ta la coci­na sil­ban­do. Me sir­vo una copa de vino cal­i­for­ni­ano de la botel­la que había abier­to Jai y eli­jo a Nina Simone para brindar con ella en este momen­to de éxta­sis supre­mo. Sue­na en mi móvil “The oth­er woman”: La otra mujer. Soy inmen­sa­mente feliz durante unos segundos.

Al ter­mi­nar la can­ción, descen­so a toda veloci­dad en mi mon­taña rusa emo­cional. Loop­ing sin cin­turón de seguri­dad y rompo a llo­rar estru­en­dosa­mente. No sé que estoy hacien­do en San Fran­cis­co con un tipo que ni siquiera me ha dicho “te quiero”. Tal vez es pron­to pero lo nece­si­to. Me estoy volvien­do loca, supongo.

Las lágri­mas res­bal­an por mi ros­tro y caen sobre la man­ta. Gotas gigantes post-adren­a­li­na. Me sien­to sola y empiezo a pen­sar si volver a Tener­ife sería una opción mejor que esper­ar a que Jai Ack­er­man resuel­va su vida y deci­da si for­mo parte de ella. Ten­go miedo de que me haya men­ti­do. Me ater­ror­iza hundirme en el mar.

En ese momen­to recuer­do los viernes en los que acud­ía sin fal­ta a nue­stro restau­rante jun­to al Atlán­ti­co para ver­le cenar des­de la dis­tan­cia. Me sen­tía sat­is­fecha sim­ple­mente con obser­var al actor descono­ci­do con su copa en la mano. Aho­ra he per­di­do la noción del tiem­po y la per­spec­ti­va. ¿Qué estoy hacien­do en esta casa en medio de todos estos per­son­ajes extraños?

Sigue con­mi­go Nina Simone: inten­sa y vul­ner­a­ble. Cojo el telé­fono y empiezo a mirar vue­los de vuelta a España. Quizá pue­da regre­sar aho­ra mis­mo a casa.

BSO:  The oth­er woman de Nina Simone

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