Me gusta tener jet lag. ¡Y del bueno! De ese como el que tengo ahora y que me hace estar despierta a las cuatro de la mañana rememorando los días pasados. Nada de melatonina ni de cucharaditas de miel para conciliar el sueño. Estas cosas hay que vivirlas con valentía y pundonor. Me gusta el jet lag, el dolor en el hombro que durante unos días me deja la maleta y la marcas en los pies de los calcetines después de quince horas de vuelo. Son mis heridas de guerra favoritas. Cuanto más dura la cicatriz, más lejano mi destino. Ojalá viviera siempre contracturada y soñolienta. Me encanta el olor de mi nevera vacía cerrada durante un mes, el polvo en los muebles y la acumulación de cartas en el buzón. Y calzarme de nuevo los tacones y que me duelan los pies. Después de tantos días con sandalias planas y deportivas es lo menos que me merezco. Me chifla vaciar la maleta, poner una buena lavadora, tener que ir al supermercado, volver al trabajo con ojeras y pocas ganas de revisar papeles. Me lo merezco por ser tan feliz. Por disfrutar tanto de la vida y de los viajes, de los paisajes, del buen vino, de una sonrisa cómplice al contemplar una puesta de sol al otro lado del mundo. Es el castigo divino a mi hedonismo recalcitrante y lo llevo con dignidad y alegría. Me gusta el jet lag, la falta de tinte en el pelo y de crema en las manos, la necesidad de estar un día a fruta y el estar escribiendo estas líneas a las cuatro de la mañana porque no puedo dormir.
© 2015 Noemi Martin. Todos los derechos reservados
Doy la bienvenida a la reciente incorporación como colaboradora (y ya somos 5) de Noemi, desde Tenerife, con este post tan personal y descriptivo de esa maravillosa y contradictoria sensación que se tiene al volver de un largo viaje, cuando se vive en un estado bipolar de bajón y de melancolía al recordar esos momentos mágicos y maravillosos de “recalcitrante hedonismo” y de subidón cuando delante de nuestra pantalla de ordenador esbozamos inconscientemente sonrisas de oreja a oreja que nos iluminan como una estrella rutilante que brilla con luz propia en la noche invernal más oscura del círculo polar. Esa sensación de flotar que alterna con esa otra que nos devuelve de golpe a la tierra, mientras leemos informes y más informes que nos parecen de lo más vulgar y aburrido. Sólo falta una palabra en medio de esos textos anodinos para que nuestra imaginación nos transporte a miles de kilómetros y nos haga soñar en una nueva escapada, en otra aventura, como nómadas que somos ‑bueno, unos más que otros- y que necesitamos irremediablemente estar siempre en movimiento, conociendo gentes y lugares nuevos para emocionarnos, porque cada situación es única. ¡Como cada uno de nosotros!
La BSO de este post es Uncover de Zara Larsson que con su enérgica y joven voz me transporta a mil y un lugares vividos, incluso a los que me quedan por vivir. En especial a todos aquellos sitios que me han hecho vibrar, sentir la belleza de las cosas y desear fervientemente que el viaje de la vida sea muy largo, cargado de anécdotas, de muchas risas y de algunas emotivas lágrimas.
Preciosos los dos artículos. Viajar significa ver y aprender, pero solo se aprende con los ojos muy abiertos, como creo que lo debéis de hacer vosotros, Un abrazo José Mª.
Cada vez que inicias un viaje es una nueva aventura para aprender y aprehender todo lo que ves. Voy como un radar viéndolo todo y grabándolo en mi mente para no perder ni un detalle. En verdad no somos turistas sino viajeros, nómadas del siglo XXII, que como los nobles ingleses del siglo XVII y XVIII realizaban el Grand Tour para profundizar en sus estudios. Muchísimas gracias por el comentario.
Qué bonita y original reflexión! Totalmente cierto! Una descripción perfecta de sensaciones. Felicidades
Muchísimas gracias.