De aeropuertos

Los aerop­uer­tos son boni­tos para pasar un rato, un rato pequeño. Lo reconoz­co: me estoy hacien­do may­or y cada vez me cues­ta más inver­tir horas y horas esperan­do un vue­lo. En mis tiem­pos mozos ‑no hace tan­to- actu­a­ba como una caza­gan­gas autén­ti­ca. Cuan­do el “low cost” no esta­ba tan en boga, era capaz de no dormir durante dos días con tal de aprovechar ese bil­lete de madru­ga­da con escala de diez horas en una ciu­dad per­di­da por ahor­rarme unas pesetil­las. O dormir en cuclil­las en un sil­lón de met­al y com­erme una lata de sar­di­nas con tal de cruzar el Atlán­ti­co onde­an­do la ban­dera del “via­jero sin dinero”.

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Fotografía de Noe­mi Martin.

Pero el tiem­po pasa ine­ludi­ble­mente y los aerop­uer­tos comien­zan a pare­cerme lugares cada vez más pesa­dos. Sobre todo porque soy de las deses­per­adas que tiene que lle­gar con tiem­po de sobra para pasar los con­troles tres veces. Y mira que hay ter­mi­nales espec­tac­u­lares: con sus spas, pelu­querías y has­ta pisci­na al aire libre (ten­drás que via­jar a Sin­ga­pur para darte un cha­puzón). A pesar de tan­ta mod­ernidad, lo cier­to es que cada día me ponen menos las pan­talli­tas azules, las conex­iones a inter­net que se cor­tan cada dos por tres y los capuchi­nos de cua­tro euros. Ah, y lo de quitarme las botas  y pon­erme unas babuchas de plás­ti­co por si lle­vo un puña­do de explo­sivos en el tacón, así ata­di­tos como un mano­jo de espár­ra­gos trigueros. Menos mal que entre vue­lo y vue­lo siem­pre nos que­da la posi­bil­i­dad de engan­charnos a los cotilleos del “Cuore” o al móvil des­de el que estoy escri­bi­en­do para pasar el tiem­po. Tam­bién, por supuesto, está la opción de con­ver­sar tran­quil­a­mente con tu compañer@ de via­je, plan­i­ficar vis­i­tas y restau­rantes o sim­ple­mente comen­zar a ilu­sion­arte soñan­do  nuevas aven­turas al esti­lo Willy Fog y Rigodón. Pen­sán­do­lo bien, resul­ta que los aerop­uer­tos no son espa­cios tan mal­os, al menos mien­tras sea para irte de vaca­ciones o no te pase lo de Tom Han­ks en “La Ter­mi­nal”. Si es que, como siem­pre digo, no hay nada mejor que que­jarse por puro gus­to. Y en este país somos los reyes del lamen­to hedonista.

BSO The Ter­mi­nal

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