Miedos

Ade­la tenía ocho años cuan­do comen­zó la colec­ción. Ese día su madre le dijo que no podía ir con su ves­ti­do favo­ri­to al cum­plea­ños de Ana. Esta­ba vie­jo. ¿Qué iba a decir la gen­te? Un mie­do de color azul bri­llan­te, como el del ves­ti­do, se coló en su men­te: el mie­do al qué dirán.

Una maña­na de julio, el padre de Ade­la afir­mó rotun­do: ‑si sales tan des­abri­ga­da coge­rás una bron­qui­tis y aca­ba­rás en el hos­pi­tal. No era la pri­me­ra vez que don Anto­nio insis­tía con este tipo de pre­mo­ni­cio­nes. Así que Ade­la deci­dió que su padre tenía razón e hizo suyo el temor a las enfer­me­da­des. Era de color ver­de qui­ró­fano.

De su her­mano Joa­quín, un depor­tis­ta extre­ma­da­men­te com­pe­ti­ti­vo, Ade­la here­dó el mie­do dora­do a no ser la mejor en todo lo que se pro­po­nía. Y de su tía Mary, viu­da des­de hacía diez años, copió el mie­do gris ratón a la sole­dad. Ade­la pen­sa­ba que si aco­gía los mie­dos de su fami­lia se sen­ti­ría más cer­ca de ellos. Inclu­so, tomó pres­ta­do el terror vio­le­ta de su perro Lilo, que había sido reco­gi­do en la calle y tenía un extra­or­di­na­rio mie­do a que no le qui­sie­ran.

Poco a poco, Ade­la fue crean­do un enor­me y mul­ti­co­lor reba­ño de preo­cu­pa­cio­nes. Mie­do que alguien expre­sa­ba, mie­do que hacía suyo. Y así, cre­cía cada vez más angus­tia­da mien­tras su reba­ño se con­ver­tía en una gigan­tes­ca mana­da des­obe­dien­te e impre­de­ci­ble. Era como si los temo­res se comu­ni­ca­ran entre ellos y la visi­ta­ran con­ti­nua­men­te bus­can­do su ración de vida.

Un día, Ade­la se sin­tió total­men­te deses­pe­ra­da. Aque­lla jau­ría de mie­dos se había des­con­tro­la­do y se esta­ba apo­de­ra­do de sus días y sus noches. No la deja­ba seguir ade­lan­te. Así que, por fin, deci­dió pedir ayu­da. Con mucha pacien­cia, Ade­la apren­dió a dejar de ali­men­tar con pen­sa­mien­tos nega­ti­vos a su reba­ño des­bo­ca­do. Era una tarea difí­cil por­que había asu­mi­do su tra­ba­jo con­cien­zu­da­men­te duran­te muchos años. Des­pués de un lar­go tiem­po de esfuer­zo y con los mie­dos ya debi­li­ta­dos, resol­vió des­pren­der­se de ellos para siem­pre. Les dio las gra­cias por todo lo que le habían mos­tra­do de sí mis­ma, inclui­da su fuer­za y tena­ci­dad, y los acom­pa­ñó has­ta un pre­ci­pi­cio ima­gi­na­rio: ‑Has­ta nun­ca, chi­cos.

Lige­ra y feliz, Ade­la siguió su camino con el cora­zón aten­to. No que­ría vol­ver a vivir con mie­do.

BSO Mie­do de Pedro Gue­rra con Leni­ne.

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