Vino para dos. Capítulo 12

Esta­mos al otro lado del mun­do y el frío del Oeste irrumpe en mis hue­sos al bajar por la esca­ler­il­la del avión. Noto como cru­jen mis rodil­las mien­tras la real­i­dad me toca en el hom­bro: ¿Estás ahí,  pequeña Ana?

Recor­ro el aerop­uer­to con el equipa­je de mano que hice en Tener­ife diez días atrás, cuan­do cené por primera vez en casa de Jai. Menos de dos sem­anas que pare­cen media vida con­cen­tra­da en unos sor­bos de Petrus.

Después de pasar los con­troles de seguri­dad, tomamos un taxi al aparta­men­to. Jai le da la direc­ción al con­duc­tor con voz tem­blorosa: 238 Cer­vantes Boule­vard, en el bar­rio de Mari­na. Sor­pren­den­te­mente las llaves siem­pre via­jan con él, en su bol­sil­lo, atadas con un lazo de seda verde, aunque haga dos años que no pise San Fran­cis­co.

Jai está nervioso y ape­nas habla durante el trayec­to. Sólo apri­eta mi mano de cuan­do en cuan­do. El hom­bre seco y duro con la mandíbu­la de Gre­go­ry Peck tiene la mira­da húme­da y líneas mar­cadas alrede­dor de los ojos. Podrían ser las horas de avión pero me con­fiesa que está angus­ti­a­do e inqui­eto. Julia no le ha dado demasi­a­dos detalles sobre el esta­do de salud de su her­mana pero ha sido como si la lla­ma­da hubiera bor­ra­do el pasa­do y sus rece­los de un pluma­zo. Jai tenía que estar con ella en este momen­to. Lo tuvo claro en el primer segun­do. Su madre había muer­to hacía cin­co años y a su padras­tro y padre de Clau­dia lo imag­i­na en su bode­ga de Napa, al mar­gen de todo, como siempre.

Son las cin­co de la tarde y el taxi nos deja en el aparta­men­to. Hora del té, tiem­po del tú. Miro a mi alrede­dor y vuel­vo a sen­tirme en una pelícu­la. Esta vez soy espec­ta­do­ra, no pro­tag­o­nista. ¿Adiv­ina quién viene a cenar esta noche? Así es mi vida en los últi­mos tiem­pos. De plató en plató. De cine en cine. Hoy toca Vér­ti­go.

El edi­fi­cio es un pequeño e inmac­u­la­do bloque de tres plan­tas jun­to al antiguo puer­to pes­quero de la ciu­dad. Puedo oír el mar. El azul, como la músi­ca y el vino, siem­pre nos acom­paña. Esta vez se pre­sen­ta en for­ma de Pací­fi­co pen­e­trante y potente. Al abrir la puer­ta, el espa­cio, mod­er­no y enorme, huele a vainil­la y canela. Parece imposi­ble que allí no viva nadie des­de hace meses. Debe ser el ras­tro de Julia impreg­na­do en cada grieta.

Dejamos las male­tas en la puer­ta y pasamos al salón. Jai inten­ta dis­im­u­lar la emo­ción. Yo espero en la esquina jun­to a un sofá rojo, inca­paz de sen­tarme. Con­tem­p­lo la esce­na. Veo a un hom­bre-niño en su primer día de guardería: per­di­do, escu­d­riñán­do­lo todo con sus ojos carame­lo. Un David de Miguel Angel asus­ta­do. La cara B de un vini­lo a la deriva.

Jai me lla­ma y vamos a la coci­na con la bol­sa de paste­les que hemos com­pra­do en el aerop­uer­to. Desa­parece y vuelve con una botel­la de vino.

-Aún siguen ahí, me dice. Me ale­gro de que no se las hayan bebido todas.

Inten­to no mirar demasi­a­do los detalles que me rodean. Hay fotos famil­iares por todos lados. Jai coge una que está  pega­da en la nev­era: él en medio de dos mujeres que se repiten en los por­tar­retratos que he vis­to de refilón, a cual más bella.

-Son ellas, me cuen­ta. Yo asien­to y por las descrip­ciones cin­e­matográ­fi­cas que me ha dado pre­vi­a­mente, puedo dis­tin­guir­las per­fec­ta­mente. Julia es la rubia ele­gante y sen­su­al con vesti­do cor­to y esco­ta­do. Su her­mana Clau­dia, la more­na del­ga­da con los ojos de Jai y cha­que­ta de cuero negra.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Tomamos una copa de vino cal­i­for­ni­ano con unos pequeños crois­sants france­ses, mien­tras sue­na  John Coltrane en el tocadis­co del salón. Curiosa merien­da para apaciguar el jet lag y la ansiedad de Jai. La mía está aparca­da, encer­ra­da en el segun­do piso de mi cere­bro, como si esto no fuera con­mi­go. Aho­ra for­mo parte del públi­co. Los guion­istas me han deja­do fuera por un momento.

Después de nues­tra atípi­ca hora del té, Jai se va direc­to a la ducha.  Mien­tras, yo me que­do en el sofá oyen­do músi­ca y leyen­do una revista de moda en inglés. Ten­dré que pon­erme al día. Estoy hecha un desas­tre. Levan­to la vista unos segun­dos y asumo que me encuen­tro en una casa llena de fantasmas.

El pro­tag­o­nista de mi his­to­ria aparece a los diez min­u­tos.  Está impeca­ble, sobrio y más atrac­ti­vo que nun­ca: camisa azul mari­na y abri­go gris en la mano. Per­fume a madera y ámbar. Vaque­ros y mira­da enig­máti­ca. Voz de locu­tor de radio: ‑me voy al hos­pi­tal a ver a Clau­dia. Si te apetece, date un baño. Y si quieres, en lo que vuel­vo, puedes pasear por la zona y com­prar algo de ropa. Imag­i­no que todas tus camise­tas, como las mías, tienen que ir direc­tas a la lavado­ra. Inten­taré no tar­dar demasiado.

Jai me da un beso en los labios y una copia de las llaves del aparta­men­to con una J que cuel­ga de una argol­la dora­da. Intuyo que pertenece a Julia. Cier­ra la puer­ta y me que­do sola. Sigo repasan­do la revista para no mirar demasi­a­do a mi alrede­dor. Le doy al off a mi curiosi­dad. Al final me que­do dormi­da unos instantes.

De repente me despier­ta el tim­bre de la puer­ta. Supon­go que es Jai que se ha olvi­da­do algo. No pien­so. Estoy aún en modo avión. Cru­zo el salón envuelta en la man­ta de cuadros del sofá y voy direc­ta a la puer­ta de la entra­da. Cuan­do la abro me encuen­tro con Julia y sus ojos fero­ces de frente.

BSO: In a sen­ti­men­tal mood de John Coltrane.

 © 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

Vino para dos. Capítulo 6

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Fotografía de Noe­mi Martin

El sol otoñal calenta­ba la ter­raza del áti­co y el mar nos reclam­a­ba a gri­tos. A las nueve de la mañana, la playa vacía esta­ba esperán­donos con las olas abier­tas. El abra­zo del agua fría sobre mi piel remató el efec­to del café amar­go: adren­a­li­na y fue­gos arti­fi­ciales en el cere­bro. Decidí recu­per­ar el tiem­po per­di­do sin perder más tiem­po. Toca­ba apren­der a vivir de nue­vo. Dis­fru­tar y sen­tir sin límites for­marían parte de mi plan de estu­dios hedo­nista. Aspira­ba a matrícu­la de hon­or en desvarío e imprudencia.

Después de un cha­puzón rápi­do, mien­tras Jai se quita­ba la sal en la ducha y en el tocadis­cos Dean Mar­tin canta­ba opti­mista On an evening in Roma”, con todos mis sen­ti­dos despier­tos, con­testé el men­saje de Nora. “Tut­to bene amore. Lo úni­co que quiero saber es si Jai Ack­er­man es un asesino en serie. Responde sí o no. Si no ha mata­do a nadie estaré bien. Lo prome­to”. Nora tardó cin­co segun­dos en escribir. “Aún no. Por aho­ra sólo es un peri­odista famoso. Buenos días y bue­na suerte”. La infor­ma­ción parecía cor­rec­ta. Según lo poco que me había con­ta­do de su vida per­son­al, Jai esta­ba escri­bi­en­do un libro. Lo hacía por las noches, por eso era tan estric­to con sus horar­ios. Se senta­ba ante su orde­nador a las diez y cuar­to en pun­to, después de cenar.

Con el móvil en la mano y una son­risa en los labios, tomé aire y me dejé lle­var por la músi­ca ital­iana que son­a­ba fes­ti­va. Recordé que en nue­stro “test de com­pat­i­bil­i­dad” ambos habíamos elegi­do Roma. Luego con­sulté si había vue­los direc­tos des­de Tener­ife. En tres horas y media partía uno des­de el aerop­uer­to del sur de la Isla y qued­a­ban dos plazas libres.

Jai sal­ió del baño sil­ban­do con una toal­la blan­ca alrede­dor de la cin­tu­ra y me guiñó un ojo. Era alto, esbel­to y ele­gante como un galán del Hol­ly­wood clási­co. Tenía el tor­so bron­cea­do y se nota­ba que hacía deporte aunque sin exce­sos. De  nue­vo, una esce­na cin­e­matográ­fi­ca traviesa. Le gusta­ba jugar y actu­ar pero yo no iba a ser menos. En respues­ta a su descaro sin medi­da, le pro­puse una secuen­cia aún más osa­da: ¿Te apete­cería pro­bar un vino ital­iano esta noche? Si nos damos prisa podríamos cenar en el Traste­vere. Mi Gre­go­ry Peck par­tic­u­lar no dudó: “Si es un buen vino me parece una idea genial, ragaz­za. Mis asun­tos pueden esperar”

Com­pré dos bil­letes de ida y reservé un hotelito pre­cioso jun­to a la Fontana di Tre­vi, en el tiem­po que Jai tardó en vestirse, coger su abri­go y llenar una mochi­la pequeña. Mis “Vaca­ciones en Roma esta­ban en mar­cha y yo me imag­in­a­ba recor­rien­do la Via Vene­to en Ves­pa como Audrey Herp­burn en el papel de la alo­ca­da prince­sa Ana.

A pesar de que el plan parecía un delirio pre­cip­i­ta­do, me sen­tía más feliz y segu­ra que nun­ca. Además, hacía un año que no cogía días libres. Ya avis­aría a Nora y a mis pacientes. Así, sin pen­sar demasi­a­do en lo que haríamos, cogi­mos el coche y pasamos por mi aparta­men­to de camino al aerop­uer­to. Nun­ca me había cam­bi­a­do de ropa y prepara­do un equipa­je de mano en tan sólo ocho min­u­tos. Después, de nue­vo a la car­retera, rum­bo a la Ciu­dad Eter­na.

Las horas en el avión pasaron acel­er­adas, casi tan­to como mis nuevos sen­timien­tos. Hablam­os sobre gas­tronomía y cine, leí­mos y nos besamos frenéti­ca­mente sin ten­er en cuen­ta al resto de los pasajeros. Cuan­do por un momen­to volví a la real­i­dad, estábamos ater­rizan­do en Fiu­mi­ci­no y empecé a sali­var fan­tase­an­do con un pla­to de que­so pecori­no y unos riga­toni a la car­bonara acom­paña­dos de un vino maravilloso.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Cam­i­nan­do por la ter­mi­nal del aerop­uer­to, el aire olía ya a alba­ha­ca, orégano y fras­cati. No eran alu­ci­na­ciones de una psicólo­ga dis­parata­da. Esta­ba en Roma y por fin la “dolce vita” toca­ba en mi puerta.

BSO de este post On an evening in Roma de Dean Mar­tin

© 2015 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados 

Vino para dos. Capítulo 4

 

El ascen­sor tardó menos de medio min­u­to en lle­gar al últi­mo piso. Los trein­ta segun­dos del trayec­to has­ta el áti­co de Jai se con­virtieron en mi ascen­so par­tic­u­lar al Anna­pur­na. Me falta­ba el oxígeno y el pul­so enlo­quecía. No había vuelta atrás y me sen­tía una mez­cla entre Fri­da Kalho, Evi­ta Perón y un gal­go desvalido. 

Cuan­do llegué a mi des­ti­no me recibió una son­risa inmac­u­la­da y un beso en la mejil­la. El rel­lano olía a romero, almen­dra mol­i­da y miel de pal­ma. El cuel­lo de Jai a una del­i­ca­da mez­cla de sán­da­lo y nuez mosca­da. Se había deja­do una bar­ba tenue y vestía camise­ta blan­ca y vaque­ros oscuros. And­a­ba descal­zo sobre el par­qué de madera y como en un hog­ar japonés me invitó a dejar las san­dalias de tacón en la entra­da. Yo me había quita­do mi habit­u­al cole­ta y tenía los labios pin­ta­dos de col­or granate. Llev­a­ba un vesti­do de flo­recitas con escote sutil, un chal de hilo y mi pulsera de oliv­ina y coral. 

El aparta­men­to era pequeño pero des­de la puer­ta se divis­a­ba una deli­ciosa ter­raza con vis­tas al mar y una mesi­ta con velas. Mi hom­bre soli­tario me dio la bien­veni­da y puso una copa de vino bril­lante y afru­ta­do en mis manos. Brindamos por la noche que comen­z­a­ba mien­tras de fon­do son­a­ba “When you´re smil­ing” con la voz ron­ca de Louis Armstrong. 

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Fotografía de Noe­mi Martin

Bas­taron dos tra­gos y el aro­ma a flo­res fres­cas de aquel vino trans­par­ente para empezar a rela­jarme y dis­fru­tar de la cena. Jai había prepara­do una fusión espec­tac­u­lar en la que com­bin­a­ba que­so de cabra con miel y fru­tos sec­os, una cre­ma de beren­je­nas y comi­no, ensal­a­da con man­go y agua­cate y un exquis­i­to pesca­do a la sal. De postre: hela­do de plá­tano con canela y choco­late caliente. No podía pedir más. 

Cuan­do nos sen­ta­mos, fui direc­ta. Le pre­gun­té sin dilación de dónde  venía y cuán­do había lle­ga­do a Tener­ife. El viernes ante­ri­or, en nues­tra ter­raza, habíamos habla­do de muchas cosas pero sin dar detalles per­son­ales. Ya era hora de empezar a desve­lar secre­tos. Es una his­to­ria larga pero no ten­go prob­le­ma en con­tártela poco a poco. Hoy me tomo la noche libre, me dijo.Yo tam­bién quiero saber de ti.  

La vela­da me regaló un tin­to joven, un mal­vasía espumoso y algu­nas con­fi­den­cias que empezaron a trazar la figu­ra de mi anfitrión. La primera de ellas tenía que ver con el ori­gen de su nom­bre que sor­pre­si­va­mente sig­nifi­ca­ba “vida” en hebreo. Jai había naci­do en Argenti­na pero sus abue­los pro­cedían del Berlín nazi del que habían escapa­do en los años trein­ta. Más tarde, su madre había emi­gra­do de Buenos Aires a Esta­dos Unidos lle­van­do a Jai con­si­go, jus­to antes de que estal­lara la dic­tadu­ra del seten­ta y seis. Aho­ra, le toca­ba a él huir. Por eso, llev­a­ba dos años desha­cien­do male­tas y ya cansa­do de recor­rer el mun­do a solas, había deci­di­do parar y refu­gia­rse en la Isla durante un tiempo.

Mien­tras tomábamos un espres­so frente al Atlán­ti­co, me con­fesó que se había per­cata­do de mi pres­en­cia des­de el primer día que coin­cidi­mos y que unas sem­anas más tarde, uno de los camareros al que había deja­do la tar­je­ta de crédi­to para pagar, le había rev­e­la­do mi nom­bre, después de insi­s­tir mucho. Nos reí­mos a car­ca­jadas cuan­do me dijo que era idén­ti­ca a una de sus actri­ces favoritas ‑Jen­nifer Jones- y yo le con­té que cada vez que le mira­ba, me acord­a­ba de Gre­go­ry Peck. Así que prome­ti­mos ver jun­tos “Due­lo al sol” y seguir com­par­tien­do vinos y enigmas.

La noche avan­z­a­ba. Empez­a­ba a cor­rer un poco de brisa y le pedí a Jai que me tra­jera el chal. Me sen­tía afor­tu­na­da pero tenía miedo de ser la pro­tag­o­nista de una pelícu­la con final cru­el, como me pasa­ba siem­pre. Tan­tos libros de psi­cología y tan­tos con­se­jos a los demás para que mis temores comen­zaran a perseguirme otra vez. Quería salir cor­rien­do. Miré hacia la puer­ta y ahí esta­ba él con mi pañue­lo y su son­risa níti­da. Vino hacia mí. En su pre­cioso tocadis­cos antiguo había puesto “Lover Man” y Bil­lie Hol­i­day la canta­ba para nosotros. 

Bso de este post Lover Man tema de Bil­lie Holiday

© 2015 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados 

 

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