Vino para dos. Capítulo 21

Arde la noche, la luna y mi corazón pequeño. Que­mo recuer­dos que ya no encuen­tran espa­cio en mi cabeza recién estre­na­da. San Juan me lla­ma: vamos, Ana.

Bajo los escalones hacia la playa. Voy despa­cio, con mi vesti­do blan­co de tirantes y mis labios col­or fre­sa. Camino desnu­da de expec­ta­ti­vas y con algo de miedo en el fon­do de mi bol­si­to mági­co. Lo sacaré y lo lan­zaré entre las olas en cuan­to pue­da. Me aís­lo del rui­do, de la gente que ríe y baila. Sien­to mis lati­dos como pequeñas chis­pas azules. Gra­cias por seguir vivo, ami­go. Pens­a­ba que esta vez no podrías con­tar­lo y mírate: ahí estás, feliz y sano. Me quito las san­dalias mien­tras recor­ro la oril­la del mar a solas, en medio de otros pasos ajenos, antes de que llegue Nora. Este momen­to com­par­tido con descono­ci­dos es mío y me hace sen­tir una mujer valiente, una hechicera todopoderosa. Por fin he com­pren­di­do que la soledad es una bue­na ali­a­da. Me per­mite ser yo sin condi­men­tos, me deja res­pi­rar a mi rit­mo, cam­biar de estación sin pre­gun­tar a nadie. Es com­pre­si­va, gen­erosa, dulce.

Sue­na el telé­fono ‑como un des­per­ta­dor indis­cre­to- en medio de mi solil­o­quio. ‑Ana, te estoy vien­do jun­to a la oril­la. Estás muy gua­pa y muy bucóli­ca pero deja de soñar un rati­to y vente al quiosco del final de la playa a tomarte un vino con­mi­go. Nora me conoce muy bien.  Los pájaros de mi cabeza nun­ca dejan de aletear. Y esta noche son col­i­bríes que vue­lan sobre las hogueras. Sal­go de mi diál­o­go inte­ri­or y me pon­go en “modo exter­no” mien­tras son­río. Me gus­ta estar un poco loca, un poco en mi plan­e­ta. Es increíble pero no me había dado cuen­ta de que la are­na esta­ba tan llena de gente y de fogatas. Aho­ra, ya con­sciente, me cues­ta lle­gar a la bar­ra entre la mul­ti­tud. Cuan­do la alcan­zo, Nora me espera con mi copa en la mano. ‑No te que­jarás de que no te mimo, Ana. Hoy es tu día favorito y ten­emos que empezar a cel­e­brar­lo: un blan­co afru­ta­do para ti.

Las hogueras comien­zan a apa­garse tem­pra­no o quizá el tiem­po ha pasa­do en un instante. Lo cier­to es que cuan­do acabo el vino, ya he que­ma­do sin dra­mas el folio de penas que traía en el bol­so y voy lig­era camino de la fies­ta en “nues­tra ter­raza”. Cuan­do cru­zo la puer­ta de entra­da me cas­tañean los dientes, me arden las pes­tañas y el pul­so parece una mari­posa de col­ores. Respiro.  Menos mal que aho­ra soy una mujer sabia y esta noche no lle­vo tacones.

El local está reple­to. Parece más grande  que hace unos meses, cuan­do sólo lo habitábamos Jai, Ella Fitzger­ald y yo. O al menos eso me parecía. Aquí está nue­stro sitio, Ana, me dice Nora mien­tras señala una mesa para tres jun­to al mar. ‑Creo que sobra una sil­la. ¿O al final le dijiste lo de la cena a Car­men? Sabes que no me gus­ta demasi­a­do su energía pero bueno si a ti te cae bien, es cosa tuya. –Eyy, tran­quila, Ana, no cor­ras, me dice Nora miran­do hacia la puer­ta. Ten­emos un invi­ta­do de hon­or. Y creo que su energía es de las que te deslumbran.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Cuan­do alzo los ojos hacia la entra­da, mi corazón da una vuelta y regre­sa a su sitio. Ahí está Mar­cos, con su son­risa de ore­ja a ore­ja. Cier­ta­mente, la visi­ta me emo­ciona y su energía me cau­ti­va. Viene direc­to hacia noso­tras y me da un abra­zo fuerte, de esos que te estru­jan has­ta el alma. –Tenía ganas de venir a Tener­ife y que mejor que en tu noche para hac­er­lo, Ani­ta. Por un segun­do, egoís­ta­mente pien­so en Jai. Me hubiera gus­ta­do que la sor­pre­sa hubiera sido él pero soy con­sciente de que es uno de mis  pen­samien­tos quiméri­cos. Eso sólo sería posi­ble es una pelícu­la román­ti­ca. Además, me encan­ta que Mar­cos haya venido a ver­nos esta noche. Nun­ca pen­sé quer­er tan­to a un ami­go en tan poco tiem­po. Con él con­fir­mo que la amis­tad es una for­ma de amor. Hay per­sonas que te fasci­nan en una sola con­ver­sación y a las que amas por lo que son y por la paz que te regalan en una mira­da. Sin más. Así que con Mar­cos en medio de noso­tras, cen­amos radi­antes aderezan­do la pas­ta con risas y con­fe­siones. Nos coge­mos de la mano, destru­imos  dog­mas y tiramos cre­dos por la bor­da.  El “trío Bak­er” vuelve a la car­ga aunque intuyo que entre Nora y Mar­cos sur­girá algo más que cama­radería. Y me gus­ta. Me gus­ta ese destel­lo de pasión que aso­ma en sus pupilas.

Después de com­par­tir propósi­tos veranie­gos y  un par de botel­las de vino vol­cáni­co, la lava empieza a calen­tar mis neu­ronas. Nece­si­to lev­an­tarme y tomar un poco de aire. –Ami­gos, aho­ra vuel­vo. Les dejo en la mejor com­pañía. Acalo­ra­da, cru­zo el local y llego has­ta una esquina escon­di­da des­de donde se ve el mar y se escucha la músi­ca. El rincón per­fec­to. Me apoyo en el bal­cón y sigo el rit­mo de las olas. Soy feliz: por fin me quiero. Y no es el efec­to del vino. Lo prometo.

De pron­to, en medio de mi eufo­ria par­tic­u­lar, comien­za a sonar la voz de Ella: “Love is here to stay”. Y can­ta para mí, lo sé. Sigo miran­do las olas, ensimis­ma­da. Se mueven a rit­mo de jazz. Parpadean, suben, bajan, chocan. Me gus­taría dan­zar con ellas, sen­tir­las en mi cuer­po. Vuel­ven los col­i­bríes a mis pen­samien­tos cuan­do perci­bo un olor famil­iar. Sán­da­lo, canela… Es imposi­ble, debo estar en mi plan­e­ta, como siem­pre. Despier­ta marcianita.

Pero no, no estoy en una nube, ni en las estrel­las. Estoy aquí en nues­tra ter­raza, la noche de San Juan. Jai me mira y me coge de la mano. Es real. Sus ojos son reales. Su olor es real. Y bail­am­os mien­tras Ella Fitzger­ald y el Atlán­ti­co nos acom­pañan. Y yo quiero llo­rar pero no me salen las lágri­mas porque estoy volan­do. Y si vue­lo no puedo llo­rar porque es imposi­ble sin gafas pro­tec­toras. Y no sé lo que pien­so, ni lo que digo, ni lo que sien­to. Aunque sé que es él. Y está aquí. Y me duele la boca del  estó­ma­go y me que­man los labios y el alma. Y soy aún más feliz que hace dos minutos.

Cuan­do ter­mi­na la can­ción y nos sep­a­ramos un momen­to, miro su cara y él sí está llo­ran­do. –Te he echa­do tan­to de menos, Ana. Yo me pel­liz­co los dedos y Jai sigue ahí, tan atrac­ti­vo como siem­pre, tan fuerte, tan  frágil, tan Jai. –Yo tam­bién he pen­sa­do mucho en ti, tan­to que he tenido que bor­rar todos mis pen­samien­tos viejos y mal­os para que cupieras en mi mente. Pero dime Jai: ¿Qué vas a hac­er ahora?

-Por lo pron­to, mirarte sin parar y tomarme una copa de mal­vasía. Vamos y te cuen­to. Vamos y me cuentas.

BSO Love Is Here To Stay de Ella Fitzgerald

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Vino para dos. Capítulo 11

 

 

“Julia tele­fonea. Jai cruza el Océano. Aún la ama. Soy estúpida”

Cua­tro fras­es, dos segun­dos. Con­cluyo rápi­do. Mis neu­ronas son víb­o­ras veloces.

Jai baja la cabeza. Cla­va sus ojos desa­fi­na­dos en el sue­lo y vierte una lágri­ma enorme sobre el zóca­lo negro. Lo gol­pea. Casi puedo oír su sonido.

–Mi her­mana Clau­dia ha tenido un acci­dente de moto. Ten­go que ir a ver­la. Bus­caré un vue­lo que sal­ga para San Fran­cis­co lo antes posi­ble.

Un bom­bardeo de sen­sa­ciones me apor­rea el cere­bro. Hiroshi­ma-Nagasa­ki. Atómi­cas noti­cias que estreme­cen mis cimientos.

Me sien­to ruin porque pre­fiero que el moti­vo del via­je de Jai sea Clau­dia y no Julia.  Sospe­cho que el amor a veces es egoís­ta y mal­va­do, com­pul­si­vo, obsesi­vo, esquizofréni­co… Yo tam­poco puedo evi­tar llo­rar. Me doy pena. Me da pena. Mis lágri­mas tib­ias se mez­clan con la suya: inmen­sa gota fra­ter­na. Nos ata un hilo húme­do de angus­tia y conmoción.

Jai lev­an­ta la cabeza. Me mira con pupi­las bril­lantes: –¿Quieres acom­pañarme? No será una escapa­da pla­cen­tera pero puedes venirte a casa con­mi­go si no tienes nada mejor que hac­er. Mi aparta­men­to está vacío, Julia lo des­ocupó hace meses. Supon­go que dejé mi corazón en San Fran­cis­co y aho­ra no me que­da más reme­dio que recu­per­ar­lo. Será más fácil si estás cerca.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Cuan­do reca­pac­i­to sobre la prop­ues­ta, un sí tem­bloroso ya ha sali­do de mis labios. Como un cabal­lo des­bo­ca­do. Estoy en el camino. Cabal­go sin sil­la ni riendas.

Pre­gun­ta­mos en el mostrador de infor­ma­ción. Una bel­la croa­ta nos atiende con ama­bil­i­dad. Sal­imos en tres horas. Escala en Lon­dres sin bajar del avión. Y luego flotan­do, diez horas más. Hago el cál­cu­lo de man­era incon­sciente: trece, mala suerte. Soy una perde­do­ra. “I’m a los­er”. Sue­nan The Bea­t­les. Acto segui­do recuer­do mi consigna: no piens­es sal­vo en caso de extrema necesi­dad. Además, no soy tan desafor­tu­na­da. Estoy con Jai  y ten­go la doc­u­mentación nece­saria para entrar en Esta­dos Unidos gra­cias a la can­celación de un vue­lo a Nue­va York un otoño atrás.

Antes de embar­car, tomamos café amer­i­cano con gal­letas de canela y miel. Glu­cosa y ten­sión en su sitio. Todo en orden.

El pequeño aerop­uer­to de Pula nos dice adiós. Com­pro una guía de San Fran­cis­co y descar­go can­ciones en el móvil. Nece­si­to que Chet Bak­er y su trompe­ta me acom­pañen en este via­je. Tam­bién Ella Fitzger­ald y Nina Simone y Bil­lie Hol­l­i­day. Las tres jun­tas, con su fuerza. Como un sor­ti­le­gio musical.

Ya en el avión, respiro. Creo que estoy loca. Él toma mi mano entre las suyas y la besa durante segun­dos eter­nos. Me revuelve el cabel­lo. Son­ríe suave­mente.  -Gra­cias, Ana.

Esbo­zo un te quiero en mi mente y me pon­go los cascos.

El tiem­po pasa volan­do. Esta vez no hay vino para dos. Sólo choco­late y té caliente. Cuan­do me doy cuen­ta, divi­so el Gold­en Gate entre la niebla.

El corazón de Jai nos espera astil­la­do en la Bahía.

BSO: I leave my heart in San Fran­cis­co Tony Ben­nett

 

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Vino para dos. Capítulo 9

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Dubrovnik. Fotografía de Noe­mi Martin

Lleg­amos a Dubrovnik  pasa­da la media noche  después de una pequeña escala en Zagreb. La madru­ga­da croa­ta era col­or zafiro y nue­stro hotelito esta­ba en el cen­tro de la Ciu­dad Vie­ja, den­tro del recin­to for­ti­fi­ca­do. Era un palacete dimin­u­to con vis­tas a la Plaza Gun­dulice­va. Me sen­tía pro­te­gi­da entre las piedras blan­cas de las mural­las y los bra­zos robus­tos de Jai.

Decidi­mos tomar algo ligero antes de irnos a dormir y dejar el vino y las con­fe­siones para el día sigu­iente. Las horas pasaron ráp­i­das. Estábamos exhaus­tos después de tres jor­nadas sin freno. Aún así me des­perté varias veces para com­pro­bar que mi príncipe azul seguía sién­do­lo y que las ranas que se oían esta­ban sólo en mis sueños.

El lunes amaneció bril­lante. El pre­cioso reloj de la Plaza Luza mar­ca­ba las nueve en pun­to y el sol de mi Isla había deci­di­do acom­pañarme  allá donde fuese. Después de un invier­no con­tin­uo en mi biografía, la luz había lle­ga­do con la for­ma de Jai. Era ver­a­no en  pleno diciem­bre y Ella Fitzger­ald canta­ba “Sum­mer­time” sólo para mí.

Ago­ta­mos la mañana recor­rien­do las calles cal­izas de la deslum­brante Dubrovnik. Tomamos fotos en cada esquina, subi­mos a las mural­las y des­cansamos en el inte­ri­or de las igle­sias. Como en un cuen­to de hadas medieval,  las estat­uas y las fuentes nos son­reían y regal­a­ban magia a puñados.

A la hora del almuer­zo, atrav­es­amos valientes las puer­ta de la ciu­dad. Sin pro­tec­ción y con el alma descalza jun­to al Adriáti­co, era el momen­to de con­fi­ar en la vida y sus reco­dos. Una mesa tran­quila sobre la playa de Ban­je y un vino trans­par­ente  acom­paña­do de ostras como suero de la ver­dad, ¿aca­so podría haber fór­mu­la mejor? Tem­bla­ban juz­ga­dos y divanes. La había encontrado.

Adora­ba  a mi her­mana Clau­dia. A ella y a Julia, mi mujer. Aho­ra no sé nada de su vida pero has­ta hace dos años,  Clau­dia era la can­tante de un grupo de jazz muy cono­ci­do en San Fran­cis­co. Además pinta­ba, escribía y hacía tra­ba­jos como fotó­grafa. Era la típi­ca artista bohemia con altiba­jos emo­cionales. Tiene cua­tro años menos que yo y era hija de mi padras­tro y  de mi madre. Cuan­do la aban­donó su últi­mo novio,  entró en un cír­cu­lo depre­si­vo y se vino a vivir con nosotros. Si la quieres imag­i­nar, pien­sa en un cóc­tel extrav­a­gante: una mez­cla entre la mira­da de Lau­ren Bacall y el carác­ter obsti­na­do de Vivien Leight en “Lo que el vien­to se llevó”  

A Julia la conocí en el per­iódi­co en el que tra­ba­ja­ba. Yo era el jefe de la sec­ción de via­jes y gas­tronomía y ella llev­a­ba el suple­men­to de moda. Me enam­oré rap­i­da­mente. Comen­zamos a ton­tear en una fies­ta de navi­dad y acabamos casán­donos en Las Vegas en la pri­mav­era.  Julia era una mujer inse­gu­ra y celosa pero tenía la son­risa de Mar­i­lyn y la ele­gan­cia de Grace Kel­ly

Clau­dia y Julia dis­cutían mucho por ton­terías pero al momen­to se rec­on­cil­i­a­ban y se iban de com­pras. Una tarde llegué a casa antes de lo nor­mal. Se supone que tenía que esper­ar a las once para hac­er el cierre de edi­ción pero acabamos a las ocho y regresé con una botel­la de vino para los tres. Cuan­do abrí la puer­ta, esta­ban bebi­en­do gine­bra y besán­dose entre risas.

Me di media vuelta y me marché. Me sen­tí  bom­bardea­do e inde­fen­so. Tan­to como cuan­do esta ciu­dad fue destru­i­da y arru­ina­da en el noven­ta y uno. Dejé todas mis cosas en el aparta­men­to, llamé al per­iódi­co y hablé con el direc­tor para pedir una exce­den­cia. Le dije que no podía esper­ar un día más y que si no era posi­ble me des­pi­diera. Así lo hizo. Cogí una male­ta pequeña y me marché a Argenti­na. Des­de entonces no he pisa­do San Fran­cis­co. Ni siquiera he arreglado los pape­les del divor­cio. No quise las expli­ca­ciones de Julia. Tam­poco las de Clau­dia aunque según dijeron ambas era la primera vez que ocur­ría y se trata­ba de una estu­pid­ez sin impor­tan­cia. No se lo con­fesé  a nadie ni siquiera a mi madre. Sólo dije que deja­ba a Julia y me iba a recor­rer el mun­do. Me da vergüen­za con­tarte todo esto, Ana, pero quiero que lo sepas para que entien­das por qué ten­go miedo y por qué pre­fiero ser libre aunque muchas veces me sien­ta solo y tan amu­ral­la­do como Dubrovnik.  

No pude decir nada. Era inca­paz. Sólo cogí sus dedos suaves y los acerqué a mis labios. No sabía qué iba a pasar entre nosotros, ni siquiera donde iba a dormir aque­l­la noche. A pesar de todo, era feliz porque en ese instante úni­co él esta­ba a mi lado.

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Dubrovnik. Fotografía de Noe­mi Martin

Acabamos la botel­la de vino y brindamos por el pre­sente y la lib­er­tad de poder igno­rar que ocur­riría al día sigu­iente. Como rez­a­ba el lema de la ciu­dad que nos acogía: “La lib­er­tad no se vende ni por todo el oro del mun­do”.  Quizá yo regalaría un poco a cam­bio de su amor.

Bajamos a pasear por la playa y después nos sen­ta­mos en una roca grande frente al mar. Esta­ba en nues­tras manos escribir el sigu­iente capí­tu­lo de la his­to­ria o dejar las cosas en este punto.

Mien­tras con­tem­plábamos la más her­mosa pues­ta de sol que jamás hubiéramos vis­to, con­cluimos que sólo el cielo de Dubrovnik podría robarnos nues­tra capaci­dad de elección.

BSO: Sum­mer­time por Ella Fitzger­ald  

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Vino para dos. Capítulo 1

Ahí esta­ba él con una enorme copa de vino tin­to en sus manos. Bril­lante y rojo, casi del col­or de sus labios grue­sos. Y en el pla­to, deli­rantes troc­i­tos de que­so de cabra. Yo me enam­ora­ba loca­mente des­de la mesa de enfrente cada vez que cogía uno. Y quería con­ver­tirme en que­so para ser devo­ra­da con avidez y desea­ba ser vino para deslizarme por su dulce boca. Y colarme en su inte­ri­or y ver qué pens­a­ba y cómo sen­tía. Y tan­tos y…

Me llamo Ana. Des­de ese día mági­co, todos los viernes por la noche hace ya catorce sem­anas, ten­go una cita en una pre­ciosa ter­raza jun­to al océano Atlán­ti­co. Bueno yo estoy den­tro, tras la cristalera, y él está fuera, con el mar al fon­do. Es mi imperdi­ble rit­u­al gas­tronómi­co. No sé su nom­bre pero sí que sus manos firmes sobre la copa y sus ojos golosos me hip­no­ti­zaron la primera noche en la que coin­cidi­mos. Es pun­tu­al. Cada viernes a las nueve. Entra y se sien­ta solo en la mesa número siete. Pide una botel­la de vino, dos platos y un postre. Tar­da cin­cuen­ta y nueve min­u­tos en total. En el min­u­to sesen­ta lle­ga la cuen­ta. La ojea.  En el min­u­to sesen­ta y uno saca dinero del bol­sil­lo en efec­ti­vo y paga. Se lev­an­ta, se lle­va lo que que­da de la botel­la de vino en una bol­si­ta negra y se mar­cha. No sé a donde. Siem­pre igual. Como una oración.

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Fotografía de Noe­mi Martin

La sem­ana pasa­da se tomó un risot­to de salmón enorme. Lo sabore­a­ba radi­ante. No sé lo que pasaría por su mente pero son­reía. Me fasci­na la gente que come y es feliz. Yo tam­bién son­reía cuan­do le mira­ba de reo­jo. Al igual que él, des­de la soledad de mi mesa, me sen­tía pletóri­ca. Cuan­do ter­minó, lo mis­mo de siem­pre: un postre ligero, esta vez de man­go y choco­late negro y un solo descafeina­do. Y mien­tras él revolvía el azú­car con suavi­dad, yo me recre­a­ba en cada sor­bo de mi espres­so, soñan­do y escuchan­do a Ella Fitzger­ald de fondo.

Un momen­to después, esta­ba tan dis­traí­da sigu­ien­do sus pasos hacia la sal­i­da, que no me di cuen­ta de que el camarero había deja­do sobre la mesa la caji­ta de roble con mi cuen­ta. Cuan­do la abrí, pasa­dos unos min­u­tos, un fre­na­zo en el tiem­po. Jun­to a la fac­tura, una nota pequeña escri­ta a mano con una letra deli­ciosa: “Si te parece bien, el próx­i­mo viernes podemos com­par­tir el vino. Siem­pre me lle­vo la botel­la a medias. Te espero a las nueve”. 

Después del ter­re­mo­to que provocó la invitación en cada una de las célu­las de mi cuer­po, es imposi­ble nar­rar todo lo que ha pasa­do por mi mente durante estos días llu­viosos. Aho­ra me diri­jo lenta­mente a nues­tra ter­raza jun­to al Atlán­ti­co. Oigo el sonido del mar y tiem­blo. El otoño ya está aquí pero hoy la noche es clara porque una impo­nente luna llena nos acom­paña. Lle­vo un vesti­do negro y él está sen­ta­do en la mesa número siete con su camisa blan­ca y sus cen­tel­leantes ojos cas­taños. El aire huele a sal y a canela. Sue­na Ella Fitzger­ald.

Este viernes el vino es para dos.

BSO de este post The Man I love de Ella Fitzger­ald, el tema preferi­do de la pro­tag­o­nista de este rela­to gastronómico.

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