¿Términos contrapuestos? En absoluto. Al menos así ocurre en mi caso: cada día necesito menos cosas materiales y más experiencias vivas para ser feliz. Lo veo cuando alzo la mirada. Mi piso y mis armarios se vacían progresivamente mientras mi corazón y mi alma van llenándose de recuerdos, viajes y vivencias. He de reconocer que ha sido una transformación lenta y que aún quedan algunas camisetas con la etiqueta puesta que me da pena tirar aunque lleven tres años en el ropero. Sin embargo, estoy convencida de que, a punto de cumplir los cuarenta, he entrado en una progresión minimalista en la que ya no hay vuelta atrás: necesito menos ropa y menos trastos de todo tipo en casa.
Me agobia tanto elemento inútil y repetido revoloteando cual aguilucho a mi alrededor. Odio los botes de champú a medio llenar encima del plato de ducha y no soporto las toallas bordadas y los trapos de cocina inundando las gavetas ¿Y que me dicen de la colección de tupper que nunca retornan vacíos a casa de mamá? ¡Largo de aquí malandrines invasores! La “operación minimal” va a acabar con todos ustedes. Por pesados.
Siendo sinceros, no soy un espíritu puro ni lo pretendo. Sé que acostumbrarme a no pasear de vez en cuando por los centros comerciales de mi ciudad será un trabajillo duro aunque admito que tampoco tengo la intención de convertirme en una disciplinada rácana. No me gustan los extremos y no voy a comprarme un triste uniforme negro para negarme un vestido bonito o un collar de cuando en cuando. Además, aunque suene a tópico, todos sabemos que esa sensación de estrenar unos zapatos nuevos o un perfume, sobre todo para muchas mujeres, es casi orgásmica. Bueno, casi no, lo es a ciencia cierta y lo he sentido en mis carnes. Sin embargo, en los últimos tiempos cuando un momento de consumismo irracional invade mi cerebro y esbozo una sonrisa maléfica mientras contemplo la tarjeta de crédito, respiro pensando en la ligereza sublime de unos armarios bien ordenados y siento un alivio reconfortante. Así, sin apenas darte cuenta, resulta que, cuando empiezas a “abrazar la fe minimalista”, deseas menos cachivaches rondando por las habitaciones de tu casa y tu mente, tienes la cabeza más despejada y, encima, más tiempo y dinero para deleitarte con placeres más reales y vibrantes que un bolso de piel de potro.
Las cosas que me gustan de verdad y que ahora disfruto plenamente no llenan mis cajones. Bueno, algunas sí, como mis libros. Pero eso, por ahora, es irrenunciable. Una tarde con mi hermana, una botella de Merlot, escaparse lejos el fin de semana o una cena especial en casa son disfrutes “limpios”. Se gozan, se sienten a tope en el músculo cardiaco y no traen polvo a las estanterías.
Intento ser minimalista pero no renuncio a los maravillosos momentos de hedonismo que me regala la vida. Todo lo contrario. Los acepto con absoluta conciencia de la suerte que tengo y doy las gracias cada noche a las estrellas. Justo por eso, en este punto del camino, prefiero rodearme de más experiencias y menos objetos. De hecho, si por casualidad algunos de mis allegados leen estas reflexiones, aprovecho para enviarles un mensaje claro y cariñoso. Como diría mi adorado cantautor Ismael Serrano: “familiares y amigos”, ahora que se acerca la Navidad y mi cumpleaños, por favor no se gasten un euro en artilugios innecesarios. No se sientan mal. De veras que eso que están pensando aunque sea precioso no me hace falta. Lo prometo. Si a pesar de mi franca advertencia, aún desean tener un pequeño e inmerecido detalle conmigo, ¿qué tal si quedamos un ratito y nos echamos unas risas con una buena copa de vino en la mano? ¿qué les parece si me cocinan unas galletitas sin gluten, compartimos
una tableta de chocolate negro o disfrutamos de un concierto de jazz en un bar perdido? Aunque me basta con un “te pienso”, me encantaría.
BSO de este post Sucede que a veces de Ismael Serrano.
© 2015 Noemi Martin. Todos los derechos reservados