Vino para dos. Capítulo 15

Estoy marea­da. Demasi­a­do vino en  vena.  A pesar de  todo, mi plan sigue en pie: en mayús­cu­las y con letra “Times New Roman”. Sin con­ce­siones, sin col­or azul nube, sin “Com­ic Sans” que valga.

Una estro­fa de Bob Dylan se escribe en mi cere­bro de lado a lado: “¿Pero tú me quieres o sólo esperas que me vaya bien? ¿is your love in vane?” Jai  ten­drá que respon­derme si los días que hemos pasa­do jun­tos han sido en vano o habrá segun­da parte. Supon­go que estas cosas jamás deben pre­gun­tarse a que­mar­ropa. Que hay que esper­ar a que el pro­tag­o­nista mas­culi­no con­fiese que te ama como en cualquier pelícu­la román­ti­ca que se pre­cie. Y luego esbozar un tími­do “yo tam­bién” con son­risa tur­ba­da y ojos vac­ilantes. Pero, no. Mis his­to­rias siem­pre aca­ban mal y es hora de cam­biar el argumento.

Camino por el aparta­men­to sin rum­bo fijo. Olfa­teo. Escu­d­riño. Paso de no quer­er ver nada de lo que me rodea a trans­for­marme en el detec­tive Fer­gus­son en Vér­ti­go. Al final del salón hay unas escaleras a la parte alta. El dúplex es inmen­so. Cua­tro habita­ciones, dos baños, la sala y una coci­na roja con enormes ven­tanales. Tam­bién una ter­raza gigante en la segun­da plan­ta jun­to a una bib­liote­ca en la que, además de un mon­tón de libros antigu­os, encuen­tro una Bach Stradi­var­ius como la que me regaló mi padre cuan­do era niña. Me acer­co a la trompe­ta y la tomo en mis manos. La acari­cio emo­ciona­da mien­tras se con­vierte en mi Jai de bronce. Hace sem­anas que no prac­ti­co y lo noto porque mi fuerza no es la mis­ma de siem­pre. Sin embar­go, a pesar de estar cansa­da, inhalo, sop­lo y me inun­da un alien­to descono­ci­do que me lle­va volan­do has­ta el plan­e­ta Ana. Ya en tier­ra, me rela­jo y son­río men­tal­mente mien­tras toco “I fall in love too eas­i­ly”. Y es cier­to: me enam­oro demasi­a­do fácil­mente. Pero esta vez con razón. Es sen­cil­lo enam­orarse del frágil y férreo Jai.

Estoy inm­er­sa en el sonido de la trompe­ta y puedo aspi­rar el aro­ma de las notas que va for­jan­do. Hue­len a vida. Tam­bién a nos­tal­gia. De repente, noto una mano sobre mi hom­bro y me sobre­co­jo. Me doy la vuelta y es él que me mira con ojos húme­dos y después me besa el cuel­lo, rozán­do­lo con sus dedos fuertes y erizán­dome la piel has­ta el límite, como siempre.

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Fotografía de Noe­mi Martin

-Clau­dia está bien, me dice. Está con­sciente y se recu­per­ará sin secue­las. El acci­dente de moto fue menos grave de lo que me había con­ta­do Julia. Y estoy feliz porque hemos habla­do con cal­ma y he recu­per­a­do a mi her­mana. No quiero más dis­cu­siones. Sólo deseo aprovechar cada momen­to sin ren­cor y sin pen­sar en el pasa­do. Y eso, aunque no lo creas, Ana, te lo debo. A ti, a tu risa y a sol que llevas den­tro. A pesar de que no te des cuen­ta y te sien­tas “la mujer invis­i­ble”. Así que para com­pen­sarte te invi­to a cenar. San Fran­cis­co nos espera, nena.

Mien­tras Jai lla­ma y reser­va mesa en el japonés de moda de Mis­sion, yo, muy apropi­a­da para el esce­nario que me aguar­da, estreno el vesti­do ori­en­tal que acabo de com­prarme. Parece que es capaz de leer mi mente. Cuan­do sal­go del baño dis­traí­da nos tropezamos en la entra­da del salón. Él se ha cam­bi­a­do de ropa y se ha puesto un per­fume dis­tin­to. Me encan­ta el sán­da­lo. Lle­va una camisa blan­ca impeca­ble, igual a la que tenía en nues­tra primera cita en Tener­ife. Mis pier­nas tiem­blan sobre los tacones. Mare­mo­to Jai. Aler­ta máx­i­ma. Él me mira de arri­ba a aba­jo y me guiña el ojo: ‑Estás guapísi­ma, Ana. ¿Quizá podríamos dejar el sushi para mañana?

Yo le respon­do mien­tras pien­so que mañana no cenare­mos jun­tos porque regre­so a casa y no hay vuelta atrás: ‑Mejor esta noche, Jai. Me apetece que me enseñes la ciu­dad y ver el Gold­en Gate bajo la luna.

BSO: I Fall in Love Too Eas­i­ly (Miles Davis)

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

 

Vino para dos. Capítulo 12

Esta­mos al otro lado del mun­do y el frío del Oeste irrumpe en mis hue­sos al bajar por la esca­ler­il­la del avión. Noto como cru­jen mis rodil­las mien­tras la real­i­dad me toca en el hom­bro: ¿Estás ahí,  pequeña Ana?

Recor­ro el aerop­uer­to con el equipa­je de mano que hice en Tener­ife diez días atrás, cuan­do cené por primera vez en casa de Jai. Menos de dos sem­anas que pare­cen media vida con­cen­tra­da en unos sor­bos de Petrus.

Después de pasar los con­troles de seguri­dad, tomamos un taxi al aparta­men­to. Jai le da la direc­ción al con­duc­tor con voz tem­blorosa: 238 Cer­vantes Boule­vard, en el bar­rio de Mari­na. Sor­pren­den­te­mente las llaves siem­pre via­jan con él, en su bol­sil­lo, atadas con un lazo de seda verde, aunque haga dos años que no pise San Fran­cis­co.

Jai está nervioso y ape­nas habla durante el trayec­to. Sólo apri­eta mi mano de cuan­do en cuan­do. El hom­bre seco y duro con la mandíbu­la de Gre­go­ry Peck tiene la mira­da húme­da y líneas mar­cadas alrede­dor de los ojos. Podrían ser las horas de avión pero me con­fiesa que está angus­ti­a­do e inqui­eto. Julia no le ha dado demasi­a­dos detalles sobre el esta­do de salud de su her­mana pero ha sido como si la lla­ma­da hubiera bor­ra­do el pasa­do y sus rece­los de un pluma­zo. Jai tenía que estar con ella en este momen­to. Lo tuvo claro en el primer segun­do. Su madre había muer­to hacía cin­co años y a su padras­tro y padre de Clau­dia lo imag­i­na en su bode­ga de Napa, al mar­gen de todo, como siempre.

Son las cin­co de la tarde y el taxi nos deja en el aparta­men­to. Hora del té, tiem­po del tú. Miro a mi alrede­dor y vuel­vo a sen­tirme en una pelícu­la. Esta vez soy espec­ta­do­ra, no pro­tag­o­nista. ¿Adiv­ina quién viene a cenar esta noche? Así es mi vida en los últi­mos tiem­pos. De plató en plató. De cine en cine. Hoy toca Vér­ti­go.

El edi­fi­cio es un pequeño e inmac­u­la­do bloque de tres plan­tas jun­to al antiguo puer­to pes­quero de la ciu­dad. Puedo oír el mar. El azul, como la músi­ca y el vino, siem­pre nos acom­paña. Esta vez se pre­sen­ta en for­ma de Pací­fi­co pen­e­trante y potente. Al abrir la puer­ta, el espa­cio, mod­er­no y enorme, huele a vainil­la y canela. Parece imposi­ble que allí no viva nadie des­de hace meses. Debe ser el ras­tro de Julia impreg­na­do en cada grieta.

Dejamos las male­tas en la puer­ta y pasamos al salón. Jai inten­ta dis­im­u­lar la emo­ción. Yo espero en la esquina jun­to a un sofá rojo, inca­paz de sen­tarme. Con­tem­p­lo la esce­na. Veo a un hom­bre-niño en su primer día de guardería: per­di­do, escu­d­riñán­do­lo todo con sus ojos carame­lo. Un David de Miguel Angel asus­ta­do. La cara B de un vini­lo a la deriva.

Jai me lla­ma y vamos a la coci­na con la bol­sa de paste­les que hemos com­pra­do en el aerop­uer­to. Desa­parece y vuelve con una botel­la de vino.

-Aún siguen ahí, me dice. Me ale­gro de que no se las hayan bebido todas.

Inten­to no mirar demasi­a­do los detalles que me rodean. Hay fotos famil­iares por todos lados. Jai coge una que está  pega­da en la nev­era: él en medio de dos mujeres que se repiten en los por­tar­retratos que he vis­to de refilón, a cual más bella.

-Son ellas, me cuen­ta. Yo asien­to y por las descrip­ciones cin­e­matográ­fi­cas que me ha dado pre­vi­a­mente, puedo dis­tin­guir­las per­fec­ta­mente. Julia es la rubia ele­gante y sen­su­al con vesti­do cor­to y esco­ta­do. Su her­mana Clau­dia, la more­na del­ga­da con los ojos de Jai y cha­que­ta de cuero negra.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Tomamos una copa de vino cal­i­for­ni­ano con unos pequeños crois­sants france­ses, mien­tras sue­na  John Coltrane en el tocadis­co del salón. Curiosa merien­da para apaciguar el jet lag y la ansiedad de Jai. La mía está aparca­da, encer­ra­da en el segun­do piso de mi cere­bro, como si esto no fuera con­mi­go. Aho­ra for­mo parte del públi­co. Los guion­istas me han deja­do fuera por un momento.

Después de nues­tra atípi­ca hora del té, Jai se va direc­to a la ducha.  Mien­tras, yo me que­do en el sofá oyen­do músi­ca y leyen­do una revista de moda en inglés. Ten­dré que pon­erme al día. Estoy hecha un desas­tre. Levan­to la vista unos segun­dos y asumo que me encuen­tro en una casa llena de fantasmas.

El pro­tag­o­nista de mi his­to­ria aparece a los diez min­u­tos.  Está impeca­ble, sobrio y más atrac­ti­vo que nun­ca: camisa azul mari­na y abri­go gris en la mano. Per­fume a madera y ámbar. Vaque­ros y mira­da enig­máti­ca. Voz de locu­tor de radio: ‑me voy al hos­pi­tal a ver a Clau­dia. Si te apetece, date un baño. Y si quieres, en lo que vuel­vo, puedes pasear por la zona y com­prar algo de ropa. Imag­i­no que todas tus camise­tas, como las mías, tienen que ir direc­tas a la lavado­ra. Inten­taré no tar­dar demasiado.

Jai me da un beso en los labios y una copia de las llaves del aparta­men­to con una J que cuel­ga de una argol­la dora­da. Intuyo que pertenece a Julia. Cier­ra la puer­ta y me que­do sola. Sigo repasan­do la revista para no mirar demasi­a­do a mi alrede­dor. Le doy al off a mi curiosi­dad. Al final me que­do dormi­da unos instantes.

De repente me despier­ta el tim­bre de la puer­ta. Supon­go que es Jai que se ha olvi­da­do algo. No pien­so. Estoy aún en modo avión. Cru­zo el salón envuelta en la man­ta de cuadros del sofá y voy direc­ta a la puer­ta de la entra­da. Cuan­do la abro me encuen­tro con Julia y sus ojos fero­ces de frente.

BSO: In a sen­ti­men­tal mood de John Coltrane.

 © 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

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