Vino para dos. Capítulo 8

La cuchara se que­da clava­da en la tar­ta de que­so y yo me que­do clava­da en la silla.

Tran­quila Ana. Res­pi­ra. No te anticipes. Tran­quila. Respira. 

Él vuelve a la mesa y son­ríe. Hay sol en sus ojos y niebla en los míos. Las notas del piano me gol­pean: Arrived­er­ci Jai.  Des­or­den men­tal y gal­letas de almendra.

-¿Quién es Clau­dia? Dime. Mi cara se ten­sa. Tra­go sali­va con sabor a ricot­ta.

Jai coge el móvil y ve el men­saje en la pan­talla. Mira­da con­ge­la­da durante segun­dos infinitos.

-Clau­dia es mi her­mana. Sus­pi­ra, baja los pár­pa­dos. Exha­la­m­os a la vez.

Me sien­to estúp­i­da y aver­gon­za­da. En mi cabeza aparece la voz de Dinah Wash­ing­ton. Can­ta “Mad about the boy”.  Lo sé. Estoy loca por él. Tomo un tro­zo de pas­tel y lo engul­lo nerviosa.

Durante unos min­u­tos el silen­cio se sien­ta en la mesa. Jai ter­mi­na su espres­so. Yo supli­co bom­bones al camarero.

-No es tan sen­cil­lo como pien­sas, Ana. Clau­dia y yo no nos hemos vis­to des­de hace dos años. No hablam­os pero me envía el mis­mo men­saje cada sem­ana. Sin fal­ta. Yo no respon­do. Es una situación dolorosa y com­pli­ca­da. Voy a nece­si­tar algo más que dos copas de Plavac para con­tártela. En Dubrovnik te hablaré de mi her­mana y tam­bién de Julia. Pero Roma es sagra­da. No quiero que te lleves mal­os recuer­dos. Ni tú ni esta ciu­dad se lo merecen. 

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Fotografía de Noe­mi Martin

Después del desayuno, dejamos el equipa­je en la recep­ción del hotel y sal­imos a dar una vuelta. Cam­i­namos de mano por la via Margut­ta vis­i­tan­do antic­uar­ios y pequeñas galerías de arte. Gotas de mar refres­ca­ban nues­tra mente.

Le con­té a Jai que mi vida amorosa había sido algo pare­ci­do a una cata de vinos imposi­bles. Unos me habían deja­do resaca, otros un sabor áci­do. El últi­mo era opa­co, insípi­do y triste. A pesar de todo no aban­don­a­ba la búsque­da.  Esta­ba dis­pues­ta a encon­trar un cal­do dulce y equi­li­bra­do. Nece­sita­ba aro­mas limpios, ale­gres, con alma. Como decía mi ami­ga Nora recor­dan­do una cita famosa: “la  vida era demasi­a­do cor­ta para beber vinos mal­os”.  Ya era hora de brindar con el mejor. Un Mal­bec argenti­no, ¿tal vez?

De vuelta al hotel recogi­mos nues­tras cosas, tiramos unas mon­edas en la Fontana di Tre­vi, nos tomamos un té caliente en la Piaz­za Navona y, como todos los tur­is­tas, juramos regre­sar a Roma.

Nue­stro próx­i­mo des­ti­no esta­ba sólo a unas horas de avión. Me esper­a­ba la his­to­ria de Jai, Clau­dia y Julia nar­ra­da entre las pare­des amu­ral­ladas de Dubrovnik. Eran días de vino y rosas. Quizá de espinas enve­ne­nadas. Lo úni­co cier­to es que la Navi­dad toca­ba a mis puer­tas y que mi corazón, cada vez más bor­ra­cho, sólo repetía: ¡qué bel­lo es vivir!

BSO: Mad About The Boy por Dinah Washington

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Vino para dos. Capítulo 6

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Fotografía de Noe­mi Martin

El sol otoñal calenta­ba la ter­raza del áti­co y el mar nos reclam­a­ba a gri­tos. A las nueve de la mañana, la playa vacía esta­ba esperán­donos con las olas abier­tas. El abra­zo del agua fría sobre mi piel remató el efec­to del café amar­go: adren­a­li­na y fue­gos arti­fi­ciales en el cere­bro. Decidí recu­per­ar el tiem­po per­di­do sin perder más tiem­po. Toca­ba apren­der a vivir de nue­vo. Dis­fru­tar y sen­tir sin límites for­marían parte de mi plan de estu­dios hedo­nista. Aspira­ba a matrícu­la de hon­or en desvarío e imprudencia.

Después de un cha­puzón rápi­do, mien­tras Jai se quita­ba la sal en la ducha y en el tocadis­cos Dean Mar­tin canta­ba opti­mista On an evening in Roma”, con todos mis sen­ti­dos despier­tos, con­testé el men­saje de Nora. “Tut­to bene amore. Lo úni­co que quiero saber es si Jai Ack­er­man es un asesino en serie. Responde sí o no. Si no ha mata­do a nadie estaré bien. Lo prome­to”. Nora tardó cin­co segun­dos en escribir. “Aún no. Por aho­ra sólo es un peri­odista famoso. Buenos días y bue­na suerte”. La infor­ma­ción parecía cor­rec­ta. Según lo poco que me había con­ta­do de su vida per­son­al, Jai esta­ba escri­bi­en­do un libro. Lo hacía por las noches, por eso era tan estric­to con sus horar­ios. Se senta­ba ante su orde­nador a las diez y cuar­to en pun­to, después de cenar.

Con el móvil en la mano y una son­risa en los labios, tomé aire y me dejé lle­var por la músi­ca ital­iana que son­a­ba fes­ti­va. Recordé que en nue­stro “test de com­pat­i­bil­i­dad” ambos habíamos elegi­do Roma. Luego con­sulté si había vue­los direc­tos des­de Tener­ife. En tres horas y media partía uno des­de el aerop­uer­to del sur de la Isla y qued­a­ban dos plazas libres.

Jai sal­ió del baño sil­ban­do con una toal­la blan­ca alrede­dor de la cin­tu­ra y me guiñó un ojo. Era alto, esbel­to y ele­gante como un galán del Hol­ly­wood clási­co. Tenía el tor­so bron­cea­do y se nota­ba que hacía deporte aunque sin exce­sos. De  nue­vo, una esce­na cin­e­matográ­fi­ca traviesa. Le gusta­ba jugar y actu­ar pero yo no iba a ser menos. En respues­ta a su descaro sin medi­da, le pro­puse una secuen­cia aún más osa­da: ¿Te apete­cería pro­bar un vino ital­iano esta noche? Si nos damos prisa podríamos cenar en el Traste­vere. Mi Gre­go­ry Peck par­tic­u­lar no dudó: “Si es un buen vino me parece una idea genial, ragaz­za. Mis asun­tos pueden esperar”

Com­pré dos bil­letes de ida y reservé un hotelito pre­cioso jun­to a la Fontana di Tre­vi, en el tiem­po que Jai tardó en vestirse, coger su abri­go y llenar una mochi­la pequeña. Mis “Vaca­ciones en Roma esta­ban en mar­cha y yo me imag­in­a­ba recor­rien­do la Via Vene­to en Ves­pa como Audrey Herp­burn en el papel de la alo­ca­da prince­sa Ana.

A pesar de que el plan parecía un delirio pre­cip­i­ta­do, me sen­tía más feliz y segu­ra que nun­ca. Además, hacía un año que no cogía días libres. Ya avis­aría a Nora y a mis pacientes. Así, sin pen­sar demasi­a­do en lo que haríamos, cogi­mos el coche y pasamos por mi aparta­men­to de camino al aerop­uer­to. Nun­ca me había cam­bi­a­do de ropa y prepara­do un equipa­je de mano en tan sólo ocho min­u­tos. Después, de nue­vo a la car­retera, rum­bo a la Ciu­dad Eter­na.

Las horas en el avión pasaron acel­er­adas, casi tan­to como mis nuevos sen­timien­tos. Hablam­os sobre gas­tronomía y cine, leí­mos y nos besamos frenéti­ca­mente sin ten­er en cuen­ta al resto de los pasajeros. Cuan­do por un momen­to volví a la real­i­dad, estábamos ater­rizan­do en Fiu­mi­ci­no y empecé a sali­var fan­tase­an­do con un pla­to de que­so pecori­no y unos riga­toni a la car­bonara acom­paña­dos de un vino maravilloso.

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Fotografía de Noe­mi Martin

Cam­i­nan­do por la ter­mi­nal del aerop­uer­to, el aire olía ya a alba­ha­ca, orégano y fras­cati. No eran alu­ci­na­ciones de una psicólo­ga dis­parata­da. Esta­ba en Roma y por fin la “dolce vita” toca­ba en mi puerta.

BSO de este post On an evening in Roma de Dean Mar­tin

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