Vino para dos. Capítulo 5

La músi­ca son­a­ba inmen­sa erizán­dome el alma. El aire olía a mar y Jai cogió mi mano temerosa entre la suyas. Bail­am­os en la ter­raza has­ta que las velas se apa­garon. Luego en el salón y en el dor­mi­to­rio. La luna pequeña y tími­da nos con­tem­pla­ba mien­tras nos deslizábamos entre las sábanas y Sina­tra susurra­ba “Fly me to the moon”. A mi alrede­dor: pare­des desnudas, libros de via­jes y vinos, un portátil y dis­cos antigu­os. En la cama: un hom­bre inten­so con notas espe­ci­adas y algún recuer­do bal­sámi­co de fon­do. En mi boca: un tra­go cáli­do y equi­li­bra­do. Era per­fec­to. Me llen­a­ba el sabor a madera y choco­late de su piel, el tac­to vig­oroso de su pelo y el tat­u­a­je del­i­ca­do en su costa­do. En cur­si­va, como el nom­bre de un vino rotun­do, se dibu­ja­ba “Memen­to Vivere” (Acuér­date de vivir).

 

Hici­mos el amor sor­bo a sor­bo. Parecía que nos hubiéramos bebido en otro espa­cio y otro tiem­po. Quizá en el Harlem neoy­orquino de los años trein­ta, después de un concier­to de Ella Fitzger­ald. Jai se me anto­ja­ba un mal­bec argenti­no, ele­gante y mis­te­rioso. Yo, según me declaró en su castel­lano de tani­nos suaves, le record­a­ba a un mal­vasía dulce y vol­cáni­co. Esta­ba claro que el vino empa­pa­ba nue­stros poros y nues­tra exis­ten­cia. Ambos habíamos cre­ci­do entre raci­mos de uvas. Mis abue­los eran los dueños de una bode­ga en Tener­ife y su padras­to en el Valle de Napa, al norte de Cal­i­for­nia. Además, su famil­ia mater­na poseía uno de los viñe­dos más impor­tantes de la Patagonia. 

 

Las horas pasaron ver­tig­i­nosas y el sol nos des­pertó para regalarnos un amanecer radi­ante. Son­reí­mos ren­di­dos tras la vendimia apa­sion­a­da. Habíamos pisa­do nue­stros miedos y nos­tal­gias, al menos por una noche. Dejamos la cama sabore­an­do abra­zos, dis­puestos a preparar jun­tos un desayuno ren­o­vador. Nos movíamos de modo nat­ur­al en la coci­na, entre guiños cóm­plices. Me sen­tía cómo­da y desin­hibi­da, con una camisa enorme y el pelo revuel­to, como Jane Fon­da en “Descal­zos por el Par­que” mien­tras el olor a café inund­a­ba el salón. Jai decidió entonces bajar a bus­car un par de crois­sants y yo me quedé exprim­ien­do naran­jas con la cabeza en las nubes y los pies descal­zos sobre el parqué.

 

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Fotografía de Noe­mi Martin

Esta­ba dis­traí­da recor­dan­do los momen­tos mági­cos de la noche, cuan­do percibí el sonido lejano de un men­saje en mi móvil. Me acerqué a los sil­lones y rescaté el telé­fono per­di­do entre los cojines. Era mi ami­ga Nora, que pre­ocu­pa­da porque no había dado señales de vida, me pre­gunt­a­ba por la cena y decía que tenía algo impor­tante que con­tarme sobre Jai Ack­er­man. Iba a respon­der­le en el momen­to jus­to en el que oí las llaves en la puer­ta. Dejé el móvil sobre la bar­ra de la coci­na y dirigí la vista hacia la entra­da. Jai volvía de la calle con una bol­sa de paste­les recién hornea­d­os en una mano y un ramo de ester­li­cias en la otra. Por una vez en mi vida, era espe­cial y olvidé ráp­i­da­mente el men­saje de Nora. Ya le con­tes­taría cuan­do estu­viera tran­quila en casa.

 

Nos sen­ta­mos en la ter­raza y decidi­mos bajar a darnos un baño después de desayu­nar. A pesar de que ya estábamos entran­do en diciem­bre, la mañana era cál­i­da y res­p­lan­de­ciente y yo siem­pre llev­a­ba un bañador en el maletero del coche.

 

Después de brindar con una copa de zumo de naran­ja, mi “mal­bec” cogió un crois­sant y empezó a untar­lo con con­fi­tu­ra de papaya mien­tras me mira­ba cau­ti­vador, ofre­cién­dome azú­car moreno para el café. Yo, ensimis­ma­da y aún entre sueños, lo esta­ba toman­do total­mente amar­go. Seguía en la luna de Sina­tra con el cuer­po ago­ta­do y el corazón reple­to de dul­ces can­ciones de amor.

BSO de este post: Fly me to the moon (Frank Sina­tra)

© 2015 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados 

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