La música sonaba inmensa erizándome el alma. El aire olía a mar y Jai cogió mi mano temerosa entre la suyas. Bailamos en la terraza hasta que las velas se apagaron. Luego en el salón y en el dormitorio. La luna pequeña y tímida nos contemplaba mientras nos deslizábamos entre las sábanas y Sinatra susurraba “Fly me to the moon”. A mi alrededor: paredes desnudas, libros de viajes y vinos, un portátil y discos antiguos. En la cama: un hombre intenso con notas especiadas y algún recuerdo balsámico de fondo. En mi boca: un trago cálido y equilibrado. Era perfecto. Me llenaba el sabor a madera y chocolate de su piel, el tacto vigoroso de su pelo y el tatuaje delicado en su costado. En cursiva, como el nombre de un vino rotundo, se dibujaba “Memento Vivere” (Acuérdate de vivir).
Hicimos el amor sorbo a sorbo. Parecía que nos hubiéramos bebido en otro espacio y otro tiempo. Quizá en el Harlem neoyorquino de los años treinta, después de un concierto de Ella Fitzgerald. Jai se me antojaba un malbec argentino, elegante y misterioso. Yo, según me declaró en su castellano de taninos suaves, le recordaba a un malvasía dulce y volcánico. Estaba claro que el vino empapaba nuestros poros y nuestra existencia. Ambos habíamos crecido entre racimos de uvas. Mis abuelos eran los dueños de una bodega en Tenerife y su padrasto en el Valle de Napa, al norte de California. Además, su familia materna poseía uno de los viñedos más importantes de la Patagonia.
Las horas pasaron vertiginosas y el sol nos despertó para regalarnos un amanecer radiante. Sonreímos rendidos tras la vendimia apasionada. Habíamos pisado nuestros miedos y nostalgias, al menos por una noche. Dejamos la cama saboreando abrazos, dispuestos a preparar juntos un desayuno renovador. Nos movíamos de modo natural en la cocina, entre guiños cómplices. Me sentía cómoda y desinhibida, con una camisa enorme y el pelo revuelto, como Jane Fonda en “Descalzos por el Parque” mientras el olor a café inundaba el salón. Jai decidió entonces bajar a buscar un par de croissants y yo me quedé exprimiendo naranjas con la cabeza en las nubes y los pies descalzos sobre el parqué.

Fotografía de Noemi Martin
Estaba distraída recordando los momentos mágicos de la noche, cuando percibí el sonido lejano de un mensaje en mi móvil. Me acerqué a los sillones y rescaté el teléfono perdido entre los cojines. Era mi amiga Nora, que preocupada porque no había dado señales de vida, me preguntaba por la cena y decía que tenía algo importante que contarme sobre Jai Ackerman. Iba a responderle en el momento justo en el que oí las llaves en la puerta. Dejé el móvil sobre la barra de la cocina y dirigí la vista hacia la entrada. Jai volvía de la calle con una bolsa de pasteles recién horneados en una mano y un ramo de esterlicias en la otra. Por una vez en mi vida, era especial y olvidé rápidamente el mensaje de Nora. Ya le contestaría cuando estuviera tranquila en casa.
Nos sentamos en la terraza y decidimos bajar a darnos un baño después de desayunar. A pesar de que ya estábamos entrando en diciembre, la mañana era cálida y resplandeciente y yo siempre llevaba un bañador en el maletero del coche.
Después de brindar con una copa de zumo de naranja, mi “malbec” cogió un croissant y empezó a untarlo con confitura de papaya mientras me miraba cautivador, ofreciéndome azúcar moreno para el café. Yo, ensimismada y aún entre sueños, lo estaba tomando totalmente amargo. Seguía en la luna de Sinatra con el cuerpo agotado y el corazón repleto de dulces canciones de amor.
BSO de este post: Fly me to the moon (Frank Sinatra)
© 2015 Noemi Martin. Todos los derechos reservados