Aterricé en Tenerife hace seis meses. No he sabido nada de Jai en este tiempo. A pesar de que habita multiplicado en mis neuronas y de que lo percibo en cada canción y en cada gota de vino que pasa por mi garganta, estoy tranquila. Tengo la certeza de que algún día nos encontraremos y todo será sencillo. Supongo que podré explicarle que compré el billete de vuelta después de encontrarme con Julia en su apartamento y llenarme de angustia. Imagino que seré capaz de hablarle abiertamente de mi maleta de miedos y complejos. No espero nada. Quizá no llegamos a conocernos lo suficiente. No añoro imposibles pero sé que nuestras vidas revueltas volverán a tropezarse en algún tic-tac de nuestra existencia.
Durante estos meses he revisado mi cerebro y he hecho limpieza de sentimientos y culpas. He pasado el cepillo por cada esquina de mi alma y he frotado a conciencia mi corazón manchado de dudas. Una hoguera imaginaria. Una niña que saltando alrededor se convierte en mujer mientras arden sus miserias. Así he pasado estos ciento ochenta días sin Jai.
En el vuelo de San Francisco a Madrid conocí a Marcos, mi ángel de la guarda. Cosas que suceden en aviones transoceánicos: asientos contiguos, historias que coinciden y un planeta que contar. Llevaba tres horas escribiendo versos compulsivamente sin probar bocado desde la cena con Jai la noche anterior, cuando pasó un sobrecargo ofreciendo bebida. –Una botellita de tinto californiano, por favor. Llené la copa de plástico y me lo tomé de golpe. Sin pensar. Directo al corazón como una flecha líquida. A los dos minutos estaba mareada y respirando entrecortadamente. Marcos me miró de reojo y me preguntó en voz baja si estaba bien. Dos vasos de agua, un par de chocolatinas y seis horas bastaron para desplegar mi vida sobre la mesita accesoria. Mejor que cualquier película de estreno.

Fotografía de Noemi Martin
Marcos tenía cincuenta años y era médico, cirujano cardíaco. Aunque ya en casa me di cuenta de que era un tipo muy atractivo, en medio de la zozobra no me habría percatado ni del azul de los ojos de Paul Newman. Todo era negro. Todo daba igual. Lo único que me atrapó de su persona fue su tono amable y llano, y, sobre todo, su capacidad para extirpar mi ataque de dolor de un plumazo. Con delicadeza extrema. Él sabía perfectamente lo que era vivir atrapado en el gris porque había caminado una montaña parecida a la mía: un padre exigente y severo, muchos fracasos y un corazón desgarrado y recompuesto a base de amor propio. La mejor sutura, según me contó.
Hablamos y nos confesamos herejías sin pudor, como si nos conociéramos de otro tiempo, de otro espacio. Esa conversación mágica entre ruido de motores, lágrimas y sonrisas cercanas, cambió la dirección de mis pasos. Cuando nos despedimos en Madrid con un abrazo y la promesa de seguir en contacto, me di cuenta de que no podía seguir amarrada a la oscuridad de mis pensamientos para siempre. Tenía que abrir ventanas al llegar a casa. Aire, luz, calma, confianza…eso necesitaba.
Me costó contarle a mi madre que tal y como auguraba, las cosas con Jai no habían salido bien. Pero, para mi sorpresa, no me regañó como otras veces. Creo que no pudo porque ya no estaba ante una niña llorosa. Imagino que se dio cuenta de que había empezado a crecer de golpe. Así que por primera vez nos encontramos cara a cara como dos mujeres serenas y francas. Y me gustó sentirme así. Estaba bien eso de ser fuerte.
Días más tarde me senté en mi habitación y mientras escuchaba a Nina Simone escribí una larga carta a mi padre: le di las gracias por la vida recibida pero también le rogué una tregua perpetua. Yo no aspiraba a ser la mejor, no deseaba ser una mujer perfecta. Tampoco quería morir de un infarto en un despacho como le había sucedido a él. Sólo anhelaba una existencia tranquila. Únicamente necesitaba empezar a amarme para aprender a amar bien. Al terminar la carta la metí en una botella de vino vacía y me acerqué al muelle. Estaba feliz. La tiré al Atlántico una noche de luna llena. Sabía que bucearía ligera entre estrellas y caballitos de mar hasta encontrar sus cenizas saladas y entregarles mi mensaje.
BSO: Tomorrow Is My Turn Nina Simone
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