Jai besa con dulzura mis labios y oigo caer un ladrillo de mi muralla. Luego llama a un taxi que nos lleva directo al 1085 de Mission Street. Ha oscurecido desde que bajé a la calle y las luces de la ciudad golpean los cristales del coche. Me derrumbo sobre mis stilettos negros pero quiero disfrutar de mi primera y última noche en San Francisco. Como si mañana fuera a estrellarme en el avión de regreso a casa. Ahora me pregunto si he hecho bien comprando el billete a Tenerife. Soy un hámster dando vueltas en círculos. Una carpa roja en una pecera dorada. Me agota ser yo misma y escuchar mis inseguridades. Y encima, después de estar tocando la trompeta en la casa de Jai, vuelven a acosarme los pensamientos sobre mi padre. Su necesidad de que siempre fuese la niña perfecta me martiriza y acompleja. Stop, stop, stop…Para, Ana.
El restaurante Kurosawa está en una antigua academia de idiomas. En la puerta de cristal nos recibe el chef que abraza a mi acompañante y me saluda con rostro amable. Es un tipo curioso: un japonés altísimo vestido de samurái que, según me cuenta Jai, dirige un programa de cocina en la NBC y al que conoce desde sus comienzos. Después de entrar, cruzamos un pasillo estrecho donde la gente cena sentada en pupitres negros iluminados con velas y llegamos a una pequeña salita apartada.
-Para ti el despacho del director, amigo. Te he echado de menos, le dice el japonés a Jai mientras nos acomoda en una mesita a ras del suelo. Luego enciende una radio antigua donde suena Coltrane y promete molestarnos sólo para traer el vino y el menú degustación.
Con una copa en la mano derecha y los palillos en la izquierda, pasados veinte minutos, asalto a mi americano insondable. Tengo las armas adecuadas. Un tartar de atún picante y unos makis de foie nos contemplan expectantes. Él me está hablando entusiasmado de las bodegas de su padrastro en Napa y yo le interrumpo con ojos de sashimi: crudos y fríos. -¿Tú me quieres?

Fotografía de Noemi Martin.
Jai me mira sorprendido y deja el vino sobre la mesa. Suspira. — ¿Te acuerdas de lo primero que te dije cuando nos conocimos, Ana? Yo me quedo callada. Ese día estaba tan nerviosa que no oí sus palabras. ‑Yo lo recuerdo perfectamente, añade: “Me he tomado la libertad de pedir la cena. Después de catorce semanas mirándote a escondidas mientras comes y sueñas, creo que sé lo que te gusta”. Sonrío nerviosa con su respuesta y él coge mi mano. ‑Pues sí, Ana. Tú pensabas que ibas a verme a mí y yo esperaba cada viernes para encontrarte en la distancia, como un náufrago divisando un faro entre la calima. Y te observaba con tu copa como un cachorro indefenso. Tan indefenso como yo, Jai el valiente. Y, ¿sabes una cosa?: “Quería convertirme en queso para ser devorado con avidez y deseaba ser vino para deslizarme por tu boca. Y colarme en tu interior y ver qué pensabas y cómo sentías. Y tantos y…”
No puedo evitarlo. Estoy temblando y lloro. Los suyos son mis pensamientos cuando le observaba a través de la cristalera nuestros viernes junto al Atlántico. Mis lágrimas no son gotas finas. Son cuarzos sin labrar a la deriva que caen estruendosos sobre la mesa de bambú. Lloro de felicidad, de incredulidad, de estupidez. Lloro y Jai pone su copa bajo mis ojos, sonriendo con los suyos: — “agua de lluvia, malvasía puro. Pues claro que te quiero”.
Cuando terminamos de cenar, nos despedimos del “chef samurái” y tomamos un taxi hacia Sausalito, una población al otro lado del Golden Gate. Vamos a un concierto de jazz en uno de los locales donde solía actuar Claudia. Por el camino, Jai me susurra al oído que después de tanto tiempo se siente fuerte, que conmigo a su lado se atreve a todo. Que ya no tiene que aparentar lo que no es. Mientras él se confiesa sin reservas, yo me siento una mentirosa patética.
La noche es preciosa y el Puente parece un brazalete de oro sobre la Bahía. Hace tiempo que no veo una imagen tan bonita. El bar de Sausalito está lleno pero podemos entrar sin problemas. Jai conoce a todo el mundo y todos se sorprenden gratamente al encontrarle de nuevo en la ciudad. Le veo feliz.
Después de pasar por la barra, nos sentamos junto al escenario. Hay dos taburetes libres para nosotros. Un grupo versiona “Summertime”. La voz de la cantante se parece muchísimo a la de Sarah Vaughan y me emociono. Jai me abraza. Siento su olor y sus manos fuertes cuidándome. Tal vez sea cierto que me ama. Yo aún no le he dicho que mañana regreso a Tenerife porque, una vez más, sentí que perdía el control de mi vida y tuve miedo. Vuelvo a casa porque soy una estúpida. Me voy porque sigo sin creer que un hombre como Jai pueda estar enamorado de mí y no quiero sufrir. Esta historia tiene que empezar o acabar ya.
BSO : Summertime por Sarah Vaughan
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