Era tarde para decidir un nuevo destino. Las ostras y el vino blanco, aderezados con las confesiones de Jai sobre Claudia y Julia, habían hecho estragos en nuestra voluntad. Después de escucharlas, a mi lo único que me apetecía era besarle y sentirle aún más. No quería juzgar su reacción. El pasado era de su propiedad. Así que me propuse pensar solamente en caso de extrema urgencia. Ahora estábamos en un lugar de cuento y el atardecer invitaba a la felicidad. Aceptamos su propuesta: pasaríamos una velada más en Dubrovnik. Seguimos recorriendo sus calles de piedra y al anochecer encontramos un lugar precioso donde cenar y escuchar jazz, nuestro habitual compañero de viaje. Estaba claro que éramos almas musicales. No podíamos vivir sin la compañía de un puñado de notas revoloteando a nuestro alrededor. Tampoco sin olores suculentos o sabores nuevos. Gozábamos poniendo en marcha todos los sentidos. El del tacto tampoco se nos daba mal. Sobre todo bajo las sábanas.

Dubrovnik. Fotografía de Noemi Martin
Después de pararnos unos minutos en la Plaza del Reloj para disfrutar de un músico callejero que cantaba “What a wonderful world”, se despertaron algunas neuronas y planeamos seguir viendo el maravilloso mundo que nos rodeaba. Alquilaríamos un coche para visitar la costa croata en unos días, parando donde nos apeteciera. Terminaríamos el camino en la ciudad de Pula al norte del país. Después, volveríamos a Tenerife. O tal vez no. Los dos habíamos decidido vivir el momento. El sin esperar nada a cambio. Yo poniendo una instancia a la luna.
Tenía días libres para embarcarme en esta locura sensorial. No los había utilizado en todo el año. Así que le envié un mensaje a Nora para decirle que todo estaba bien y que no aceptara ninguna nueva cita en el gabinete psicológico. También llamé a mi madre para contarle la aventura que había comenzado. A pesar de que me acercaba vertiginosamente a los cuarenta, me trataba como una niña ingenua. ‑Ten cuidado Ana. Al final siempre acabas llorando. Aunque en algunos momentos me acechaban las dudas, estaba segura de que esta vez mi madre y sus malos augurios se equivocaban. O no. Quizá Jai era un embaucador. A fin de cuentas tampoco sabía demasiado de sus asuntos, sólo lo que él me había querido proporcionar a cuentagotas. Después de soportar infidelidades, maltrato psicológico, celos y abandono, tenía archivado en mi corazón el catálogo entero del sufrimiento sentimental. Pero Jai era diferente. Olía a vida en estado puro, a mundo por conocer. Me encantaban sus manos y el tacto de su piel. Adoraba su voz, los países de los que me hablaba, la pasión que ponía al hacer el amor y sus ojos chispeantes al terminar. Me hacía recordar una frase de Frida Kahlo: “escoge un amante que te mire como si quizás fueras magia”.

Dubrovnik. Fotografía de Noemi Martin
Así que decidí ignorar las profecías de mi madre. Y entre miradas mágicas, calas desiertas, ciudades medievales y copas de vino istriano pasaron los días en Croacia. Sin pausa: como un vendaval de emociones. A veces descubría a un Jai pensativo, otras a un amante apasionado. En ocasiones a un hombre serio y discreto. También a un tipo con un sentido del humor hilarante.
Ya estábamos en el aeropuerto rumbo a Tenerife cuando Jai, que había desaparecido unos minutos después de que sonara su móvil, se dirigió con el rostro descompuesto hacia mí. Su tono sonó extraño, triste y contundente. ‑No puedo volver a Tenerife ahora, Ana. Julia me acaba de llamar. Me voy a San Francisco.
BSO: What a wonderful world de Louis Armstrong.
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