Vino para dos. Capítulo 10

Era tarde para decidir un nue­vo des­ti­no. Las ostras y el vino blan­co, adereza­dos con las con­fe­siones de Jai sobre Clau­dia y Julia, habían hecho estra­gos en nues­tra vol­un­tad. Después de escuchar­las, a mi lo úni­co que me apetecía era besar­le y sen­tir­le aún más. No quería juz­gar su reac­ción. El pasa­do era de su propiedad. Así que me pro­puse pen­sar sola­mente en caso de extrema urgen­cia. Aho­ra estábamos en un lugar de cuen­to y el atarde­cer invita­ba a la feli­ci­dad. Acep­ta­mos su prop­ues­ta: pasaríamos una vela­da más en Dubrovnik. Seguimos recor­rien­do sus calles de piedra y al anochecer encon­tramos un lugar pre­cioso donde cenar y escuchar jazz, nue­stro habit­u­al com­pañero de via­je. Esta­ba claro que éramos almas musi­cales. No podíamos vivir sin la com­pañía de un puña­do de notas revolote­an­do a nue­stro alrede­dor. Tam­poco sin olores sucu­len­tos o sabores nuevos. Gozábamos ponien­do en mar­cha todos los sen­ti­dos. El del tac­to tam­poco se nos daba mal. Sobre todo bajo las sábanas.

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Dubrovnik. Fotografía de Noe­mi Martin

Después de pararnos unos min­u­tos en la Plaza del Reloj para dis­fru­tar de un músi­co calle­jero que canta­ba “What a won­der­ful world”, se des­per­taron algu­nas neu­ronas y planeamos seguir vien­do el mar­avil­loso mun­do que nos rode­a­ba. Alquilaríamos un coche para vis­i­tar la cos­ta croa­ta en unos días, paran­do donde nos apeteciera. Ter­mi­naríamos el camino en la ciu­dad de Pula al norte del país. Después, volveríamos a Tener­ife. O tal vez no. Los dos habíamos deci­di­do vivir el momen­to. El sin esper­ar nada a cam­bio. Yo ponien­do una instan­cia a la luna.

Tenía días libres para embar­carme en esta locu­ra sen­so­r­i­al. No los había uti­liza­do en todo el año. Así que le envié un men­saje a Nora para  decir­le que todo esta­ba bien y que no acep­tara ningu­na nue­va cita en el gabi­nete psi­cológi­co. Tam­bién llamé a mi madre para con­tar­le la aven­tu­ra que había comen­za­do. A pesar de que me acer­ca­ba ver­tig­i­nosa­mente a los cuarenta, me trata­ba como una niña ingen­ua. ‑Ten cuida­do Ana. Al final siem­pre acabas llo­ran­do. Aunque en algunos momen­tos me acech­a­ban las dudas, esta­ba segu­ra de que esta vez mi madre y sus mal­os augu­rios se equiv­o­ca­ban. O no. Quizá Jai era un embau­cador.  A fin de cuen­tas tam­poco sabía demasi­a­do de sus asun­tos, sólo lo que  él me había queri­do pro­por­cionar a cuen­tago­tas. Después de sopor­tar infi­del­i­dades, mal­tra­to psi­cológi­co, celos y aban­dono, tenía archiva­do en mi corazón el catál­o­go entero del sufrim­ien­to sen­ti­men­tal. Pero Jai era difer­ente. Olía a vida en esta­do puro, a mun­do por cono­cer. Me encanta­ban sus manos y el tac­to de su piel. Adora­ba su voz, los país­es de los que me habla­ba, la pasión que ponía al hac­er el amor y sus ojos chis­peantes al ter­mi­nar. Me hacía recor­dar una frase de Fri­da Kahlo: “escoge un amante que te mire como si quizás fueras magia”.

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Dubrovnik. Fotografía de Noe­mi Martin

Así que decidí igno­rar las pro­fecías de mi madre. Y entre miradas mág­i­cas, calas desier­tas, ciu­dades medievales y copas de vino istri­ano pasaron los días en Croa­cia. Sin pausa: como un ven­daval de emo­ciones. A veces des­cubría a un Jai pen­sati­vo, otras a un amante apa­sion­a­do. En oca­siones a un hom­bre serio y dis­cre­to. Tam­bién a un tipo con un sen­ti­do del humor hilarante.

Ya estábamos en el aerop­uer­to rum­bo a Tener­ife cuan­do Jai, que había desa­pare­ci­do unos min­u­tos después de que sonara su móvil, se dirigió con el ros­tro descom­puesto hacia mí. Su tono sonó extraño, triste y con­tun­dente. ‑No puedo volver a Tener­ife aho­ra, Ana. Julia me aca­ba de lla­mar.  Me voy a San Fran­cis­co.

BSO: What a won­der­ful world  de Louis Arm­strong.

© 2016 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

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