Vino para dos. Capítulo 9

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Dubrovnik. Fotografía de Noe­mi Martin

Lleg­amos a Dubrovnik  pasa­da la media noche  después de una pequeña escala en Zagreb. La madru­ga­da croa­ta era col­or zafiro y nue­stro hotelito esta­ba en el cen­tro de la Ciu­dad Vie­ja, den­tro del recin­to for­ti­fi­ca­do. Era un palacete dimin­u­to con vis­tas a la Plaza Gun­dulice­va. Me sen­tía pro­te­gi­da entre las piedras blan­cas de las mural­las y los bra­zos robus­tos de Jai.

Decidi­mos tomar algo ligero antes de irnos a dormir y dejar el vino y las con­fe­siones para el día sigu­iente. Las horas pasaron ráp­i­das. Estábamos exhaus­tos después de tres jor­nadas sin freno. Aún así me des­perté varias veces para com­pro­bar que mi príncipe azul seguía sién­do­lo y que las ranas que se oían esta­ban sólo en mis sueños.

El lunes amaneció bril­lante. El pre­cioso reloj de la Plaza Luza mar­ca­ba las nueve en pun­to y el sol de mi Isla había deci­di­do acom­pañarme  allá donde fuese. Después de un invier­no con­tin­uo en mi biografía, la luz había lle­ga­do con la for­ma de Jai. Era ver­a­no en  pleno diciem­bre y Ella Fitzger­ald canta­ba “Sum­mer­time” sólo para mí.

Ago­ta­mos la mañana recor­rien­do las calles cal­izas de la deslum­brante Dubrovnik. Tomamos fotos en cada esquina, subi­mos a las mural­las y des­cansamos en el inte­ri­or de las igle­sias. Como en un cuen­to de hadas medieval,  las estat­uas y las fuentes nos son­reían y regal­a­ban magia a puñados.

A la hora del almuer­zo, atrav­es­amos valientes las puer­ta de la ciu­dad. Sin pro­tec­ción y con el alma descalza jun­to al Adriáti­co, era el momen­to de con­fi­ar en la vida y sus reco­dos. Una mesa tran­quila sobre la playa de Ban­je y un vino trans­par­ente  acom­paña­do de ostras como suero de la ver­dad, ¿aca­so podría haber fór­mu­la mejor? Tem­bla­ban juz­ga­dos y divanes. La había encontrado.

Adora­ba  a mi her­mana Clau­dia. A ella y a Julia, mi mujer. Aho­ra no sé nada de su vida pero has­ta hace dos años,  Clau­dia era la can­tante de un grupo de jazz muy cono­ci­do en San Fran­cis­co. Además pinta­ba, escribía y hacía tra­ba­jos como fotó­grafa. Era la típi­ca artista bohemia con altiba­jos emo­cionales. Tiene cua­tro años menos que yo y era hija de mi padras­tro y  de mi madre. Cuan­do la aban­donó su últi­mo novio,  entró en un cír­cu­lo depre­si­vo y se vino a vivir con nosotros. Si la quieres imag­i­nar, pien­sa en un cóc­tel extrav­a­gante: una mez­cla entre la mira­da de Lau­ren Bacall y el carác­ter obsti­na­do de Vivien Leight en “Lo que el vien­to se llevó”  

A Julia la conocí en el per­iódi­co en el que tra­ba­ja­ba. Yo era el jefe de la sec­ción de via­jes y gas­tronomía y ella llev­a­ba el suple­men­to de moda. Me enam­oré rap­i­da­mente. Comen­zamos a ton­tear en una fies­ta de navi­dad y acabamos casán­donos en Las Vegas en la pri­mav­era.  Julia era una mujer inse­gu­ra y celosa pero tenía la son­risa de Mar­i­lyn y la ele­gan­cia de Grace Kel­ly

Clau­dia y Julia dis­cutían mucho por ton­terías pero al momen­to se rec­on­cil­i­a­ban y se iban de com­pras. Una tarde llegué a casa antes de lo nor­mal. Se supone que tenía que esper­ar a las once para hac­er el cierre de edi­ción pero acabamos a las ocho y regresé con una botel­la de vino para los tres. Cuan­do abrí la puer­ta, esta­ban bebi­en­do gine­bra y besán­dose entre risas.

Me di media vuelta y me marché. Me sen­tí  bom­bardea­do e inde­fen­so. Tan­to como cuan­do esta ciu­dad fue destru­i­da y arru­ina­da en el noven­ta y uno. Dejé todas mis cosas en el aparta­men­to, llamé al per­iódi­co y hablé con el direc­tor para pedir una exce­den­cia. Le dije que no podía esper­ar un día más y que si no era posi­ble me des­pi­diera. Así lo hizo. Cogí una male­ta pequeña y me marché a Argenti­na. Des­de entonces no he pisa­do San Fran­cis­co. Ni siquiera he arreglado los pape­les del divor­cio. No quise las expli­ca­ciones de Julia. Tam­poco las de Clau­dia aunque según dijeron ambas era la primera vez que ocur­ría y se trata­ba de una estu­pid­ez sin impor­tan­cia. No se lo con­fesé  a nadie ni siquiera a mi madre. Sólo dije que deja­ba a Julia y me iba a recor­rer el mun­do. Me da vergüen­za con­tarte todo esto, Ana, pero quiero que lo sepas para que entien­das por qué ten­go miedo y por qué pre­fiero ser libre aunque muchas veces me sien­ta solo y tan amu­ral­la­do como Dubrovnik.  

No pude decir nada. Era inca­paz. Sólo cogí sus dedos suaves y los acerqué a mis labios. No sabía qué iba a pasar entre nosotros, ni siquiera donde iba a dormir aque­l­la noche. A pesar de todo, era feliz porque en ese instante úni­co él esta­ba a mi lado.

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Dubrovnik. Fotografía de Noe­mi Martin

Acabamos la botel­la de vino y brindamos por el pre­sente y la lib­er­tad de poder igno­rar que ocur­riría al día sigu­iente. Como rez­a­ba el lema de la ciu­dad que nos acogía: “La lib­er­tad no se vende ni por todo el oro del mun­do”.  Quizá yo regalaría un poco a cam­bio de su amor.

Bajamos a pasear por la playa y después nos sen­ta­mos en una roca grande frente al mar. Esta­ba en nues­tras manos escribir el sigu­iente capí­tu­lo de la his­to­ria o dejar las cosas en este punto.

Mien­tras con­tem­plábamos la más her­mosa pues­ta de sol que jamás hubiéramos vis­to, con­cluimos que sólo el cielo de Dubrovnik podría robarnos nues­tra capaci­dad de elección.

BSO: Sum­mer­time por Ella Fitzger­ald  

© 2015 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

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