El ascensor tardó menos de medio minuto en llegar al último piso. Los treinta segundos del trayecto hasta el ático de Jai se convirtieron en mi ascenso particular al Annapurna. Me faltaba el oxígeno y el pulso enloquecía. No había vuelta atrás y me sentía una mezcla entre Frida Kalho, Evita Perón y un galgo desvalido.
Cuando llegué a mi destino me recibió una sonrisa inmaculada y un beso en la mejilla. El rellano olía a romero, almendra molida y miel de palma. El cuello de Jai a una delicada mezcla de sándalo y nuez moscada. Se había dejado una barba tenue y vestía camiseta blanca y vaqueros oscuros. Andaba descalzo sobre el parqué de madera y como en un hogar japonés me invitó a dejar las sandalias de tacón en la entrada. Yo me había quitado mi habitual coleta y tenía los labios pintados de color granate. Llevaba un vestido de florecitas con escote sutil, un chal de hilo y mi pulsera de olivina y coral.
El apartamento era pequeño pero desde la puerta se divisaba una deliciosa terraza con vistas al mar y una mesita con velas. Mi hombre solitario me dio la bienvenida y puso una copa de vino brillante y afrutado en mis manos. Brindamos por la noche que comenzaba mientras de fondo sonaba “When you´re smiling” con la voz ronca de Louis Armstrong.

Fotografía de Noemi Martin
Bastaron dos tragos y el aroma a flores frescas de aquel vino transparente para empezar a relajarme y disfrutar de la cena. Jai había preparado una fusión espectacular en la que combinaba queso de cabra con miel y frutos secos, una crema de berenjenas y comino, ensalada con mango y aguacate y un exquisito pescado a la sal. De postre: helado de plátano con canela y chocolate caliente. No podía pedir más.
Cuando nos sentamos, fui directa. Le pregunté sin dilación de dónde venía y cuándo había llegado a Tenerife. El viernes anterior, en nuestra terraza, habíamos hablado de muchas cosas pero sin dar detalles personales. Ya era hora de empezar a desvelar secretos. Es una historia larga pero no tengo problema en contártela poco a poco. Hoy me tomo la noche libre, me dijo.Yo también quiero saber de ti.
La velada me regaló un tinto joven, un malvasía espumoso y algunas confidencias que empezaron a trazar la figura de mi anfitrión. La primera de ellas tenía que ver con el origen de su nombre que sorpresivamente significaba “vida” en hebreo. Jai había nacido en Argentina pero sus abuelos procedían del Berlín nazi del que habían escapado en los años treinta. Más tarde, su madre había emigrado de Buenos Aires a Estados Unidos llevando a Jai consigo, justo antes de que estallara la dictadura del setenta y seis. Ahora, le tocaba a él huir. Por eso, llevaba dos años deshaciendo maletas y ya cansado de recorrer el mundo a solas, había decidido parar y refugiarse en la Isla durante un tiempo.
Mientras tomábamos un espresso frente al Atlántico, me confesó que se había percatado de mi presencia desde el primer día que coincidimos y que unas semanas más tarde, uno de los camareros al que había dejado la tarjeta de crédito para pagar, le había revelado mi nombre, después de insistir mucho. Nos reímos a carcajadas cuando me dijo que era idéntica a una de sus actrices favoritas ‑Jennifer Jones- y yo le conté que cada vez que le miraba, me acordaba de Gregory Peck. Así que prometimos ver juntos “Duelo al sol” y seguir compartiendo vinos y enigmas.
La noche avanzaba. Empezaba a correr un poco de brisa y le pedí a Jai que me trajera el chal. Me sentía afortunada pero tenía miedo de ser la protagonista de una película con final cruel, como me pasaba siempre. Tantos libros de psicología y tantos consejos a los demás para que mis temores comenzaran a perseguirme otra vez. Quería salir corriendo. Miré hacia la puerta y ahí estaba él con mi pañuelo y su sonrisa nítida. Vino hacia mí. En su precioso tocadiscos antiguo había puesto “Lover Man” y Billie Holiday la cantaba para nosotros.
Bso de este post Lover Man tema de Billie Holiday
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