Vino para dos. Capítulo 3

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Foto­gra­fía de Noe­mi Mar­tin

 

No pude aguan­tar a lle­gar a casa para com­pro­bar el resul­ta­do del “test de com­pa­ti­bi­li­dad”. Era inca­paz de levan­tar­me de la mesa. Aun­que había dicho que no que­ría pos­tre, lla­mé ansio­sa al cama­re­ro y le pedí un hela­do de tru­fa y ama­ret­to. ¡Qué sea enor­me, por favor! Sólo cuan­do me lo tra­jo y me tomé dos cucha­ra­das bien gran­des, pude abrir el papel. 

Fui repa­san­do una a una las pre­gun­tas y des­cu­brí la solu­ción al enig­ma con una car­ca­ja­da ner­vio­sa: ocho de diez. Nues­tra úni­ca des­ave­nen­cia era lite­ra­ria. Yo era de El Prin­ci­pi­to y él de Peter Pan. A mi me encan­ta­ba Mura­ka­mi y el pre­fe­ría a Paul Aus­ter. Deba­jo de las  cues­tio­nes una nota: “Estoy segu­ro de que coin­ci­di­re­mos, Ana. No pue­de ser de otra for­ma. Te espe­ro el pró­xi­mo vier­nes a las nue­ve pero esta vez cocino yo. No trai­gas nada, sólo tus ojos”. Ade­más, un nom­bre: Jai Acker­man y una direc­ción en un blo­que de apar­ta­men­tos fren­te al Atlán­ti­co, jun­to a la terra­za en la que nos encon­trá­ba­mos cada sema­na.

Por fin empe­za­ba a cono­cer deta­lles del mis­te­rio­so hom­bre de los vier­nes que resul­ta que sabía como me lla­ma­ba y con­fia­ba ple­na­men­te en que éra­mos afi­nes. Me sen­tía ple­tó­ri­ca y agi­ta­da como una coc­te­le­ra. Esto se mere­cía un brin­dis. Tele­fo­neé a Nora, mi com­pa­ñe­ra en el Gabi­ne­te Psi­co­ló­gi­co y le con­té las últi­mas noti­cias. Le pedí que vinie­ra urgen­te­men­te pero era impo­si­ble. Me solía pasar des­de que me había sepa­ra­do seis meses atrás, des­pués de sie­te años de rela­ción. Todas mis ami­gas tenían hijos peque­ños o esta­ban casa­das. Un vier­nes a las diez de la noche y sin pre­vio avi­so, era qui­mé­ri­co encon­trar a algu­na sin pla­nes domés­ti­cos. Así que me que­dé con­mi­go mis­ma, mis trein­ta y ocho años recién cum­pli­dos, un gin tonic con fram­bue­sas y el cora­zón latien­do a todo gas. 

Cuan­do me rela­jé un poco, pen­sé en el pró­xi­mo encuen­tro. Qui­zá la idea era dema­sia­do atre­vi­da. Meter­me en casa de un des­co­no­ci­do con nom­bre extran­je­ro al que, como a mí, le gus­ta­ban los crois­sants, el vino tin­to y un atar­de­cer en Áfri­ca o en Roma comien­do lan­gos­ta, a ser posi­ble. Nece­si­ta­ba saber más cosas de Jai Acker­man. La his­to­ria empe­za­ba a tomar for­ma.

Pedí la cuen­ta y cogí el coche. Lle­gué al apar­ca­mien­to y cami­né por la ave­ni­da jun­to al mar un buen rato. La bri­sa me daba en la cara pero no me impor­ta­ba. Me dor­mí escu­chan­do jazz, como casi siem­pre, pero esta vez des­pués de tomar­me una bue­na infu­sión de tila. Oja­lá la sema­na pasa­ra rápi­da. No podía espe­rar tan­to tiem­po para ver­le.

Al final, tuve suer­te. Los días se fue­ron volan­do. El tra­ba­jo me impi­dió pen­sar dema­sia­do. Las noches las pasé leyen­do Peter Pan y soñan­do en reco­rrer “el País de Nun­ca Jamás”, ena­mo­ra­da de nue­vo.   

De repen­te esta­ba deba­jo de la puer­ta de Jai. Era vier­nes, mi reloj indi­ca­ba las nue­ve en pun­to. Sólo lle­va­ba mis ojos y unas increí­bles ganas de pasar una noche inol­vi­da­ble. Ins­pi­ré fuer­te, sol­té el aire y como Mar­lon Bran­do en el Padrino, me dije en voz alta: “Le haré una ofer­ta que no podrá recha­zar”.

Acto segui­do, toqué el tim­bre del por­te­ro auto­má­ti­co, se abrió la puer­ta, entré y cogí el ascen­sor.  

BSO: de El Padrino Love The­me 

© 2015 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reser­va­dos

 

 

 

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