Vino para dos. Capítulo 1

Ahí esta­ba él con una enorme copa de vino tin­to en sus manos. Bril­lante y rojo, casi del col­or de sus labios grue­sos. Y en el pla­to, deli­rantes troc­i­tos de que­so de cabra. Yo me enam­ora­ba loca­mente des­de la mesa de enfrente cada vez que cogía uno. Y quería con­ver­tirme en que­so para ser devo­ra­da con avidez y desea­ba ser vino para deslizarme por su dulce boca. Y colarme en su inte­ri­or y ver qué pens­a­ba y cómo sen­tía. Y tan­tos y…

Me llamo Ana. Des­de ese día mági­co, todos los viernes por la noche hace ya catorce sem­anas, ten­go una cita en una pre­ciosa ter­raza jun­to al océano Atlán­ti­co. Bueno yo estoy den­tro, tras la cristalera, y él está fuera, con el mar al fon­do. Es mi imperdi­ble rit­u­al gas­tronómi­co. No sé su nom­bre pero sí que sus manos firmes sobre la copa y sus ojos golosos me hip­no­ti­zaron la primera noche en la que coin­cidi­mos. Es pun­tu­al. Cada viernes a las nueve. Entra y se sien­ta solo en la mesa número siete. Pide una botel­la de vino, dos platos y un postre. Tar­da cin­cuen­ta y nueve min­u­tos en total. En el min­u­to sesen­ta lle­ga la cuen­ta. La ojea.  En el min­u­to sesen­ta y uno saca dinero del bol­sil­lo en efec­ti­vo y paga. Se lev­an­ta, se lle­va lo que que­da de la botel­la de vino en una bol­si­ta negra y se mar­cha. No sé a donde. Siem­pre igual. Como una oración.

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Fotografía de Noe­mi Martin

La sem­ana pasa­da se tomó un risot­to de salmón enorme. Lo sabore­a­ba radi­ante. No sé lo que pasaría por su mente pero son­reía. Me fasci­na la gente que come y es feliz. Yo tam­bién son­reía cuan­do le mira­ba de reo­jo. Al igual que él, des­de la soledad de mi mesa, me sen­tía pletóri­ca. Cuan­do ter­minó, lo mis­mo de siem­pre: un postre ligero, esta vez de man­go y choco­late negro y un solo descafeina­do. Y mien­tras él revolvía el azú­car con suavi­dad, yo me recre­a­ba en cada sor­bo de mi espres­so, soñan­do y escuchan­do a Ella Fitzger­ald de fondo.

Un momen­to después, esta­ba tan dis­traí­da sigu­ien­do sus pasos hacia la sal­i­da, que no me di cuen­ta de que el camarero había deja­do sobre la mesa la caji­ta de roble con mi cuen­ta. Cuan­do la abrí, pasa­dos unos min­u­tos, un fre­na­zo en el tiem­po. Jun­to a la fac­tura, una nota pequeña escri­ta a mano con una letra deli­ciosa: “Si te parece bien, el próx­i­mo viernes podemos com­par­tir el vino. Siem­pre me lle­vo la botel­la a medias. Te espero a las nueve”. 

Después del ter­re­mo­to que provocó la invitación en cada una de las célu­las de mi cuer­po, es imposi­ble nar­rar todo lo que ha pasa­do por mi mente durante estos días llu­viosos. Aho­ra me diri­jo lenta­mente a nues­tra ter­raza jun­to al Atlán­ti­co. Oigo el sonido del mar y tiem­blo. El otoño ya está aquí pero hoy la noche es clara porque una impo­nente luna llena nos acom­paña. Lle­vo un vesti­do negro y él está sen­ta­do en la mesa número siete con su camisa blan­ca y sus cen­tel­leantes ojos cas­taños. El aire huele a sal y a canela. Sue­na Ella Fitzger­ald.

Este viernes el vino es para dos.

BSO de este post The Man I love de Ella Fitzger­ald, el tema preferi­do de la pro­tag­o­nista de este rela­to gastronómico.

© 2015 Noe­mi Mar­tin. Todos los dere­chos reservados

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